Tabla de contenido
IV. Ministros del oficio de santificar en la Iglesia
1. Introducción
a) Razón del tema
b) Importancia
2. El texto mismo
a) Fuentes
b) Historia
3. Interpretación
a) § 1
b) § 2
c) § 3
d) § 4
e) Disciplina transmitida
4. Consecuencias jurídico-prácticas
V. La participación plena, consciente, activa y comunitaria
1. Fuentes
2. Cuestiones prácticas
a) Son celebraciones de la Iglesia misma
b) Diversidad de órdenes y oficios
c) Preferencia a la celebración individual cuasiprivada
d) Postula la celebración comunitaria
e) Participación activa
VI. Culto y fe
1. Introducción
a) Razón del tema
1) Aspecto teológico
2) Aspecto pastoral
3) Aspecto ecuménico
4) Aspecto jurídico
2. El texto mismo
a) Fuentes
b) Historia
3. Interpretación
a) Principio: los sacramentos son signos de fe
b) Es necesaria la fe para que la acción litúrgica dé fruto
c) Puede también ser necesaria para la validez
4. Consecuencias jurídico-prácticas
a) Preparación para los sacramentos
b) Ministerio de la palabra en la acción litúrgica
c) Algunas cuestiones más difíciles
Bibliografía
IV.
Ministros del oficio de
santificar en la Iglesia
Can. 835 — § 1.
Munus sanctificandi exercent imprimis Episcopi, qui sunt magni sacerdotes,
mysteriorum Dei praecipui dispensatores atque totius vitae liturgicae in
Ecclesia sibi commissa moderatores, promotores atque custodes.
§ 2. Illud quoque exercent presbyteri, qui nempe,
et ipsi Christi sacerdotii participes, ut eius ministri sub Episcopi
auctoritate, ad cultum divinum celebrandum et populum sanctificandum
consecrantur.
§ 3. Diaconi in cultu divino celebrando partem
habent, ad normam iuris praescriptorum.
§ 4. In munere sanctificandi propriam sibi partem
habent ceteri quoque christifideles actuose liturgicas celebrationes,
eucharisticam praesertim, suo modo participando; peculiari modo idem munus
participant parentes vitam coniugalem spiritu christiano ducendo et educationem
christianam filiorum procurando.
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835 §
1. Ejercen en primer término la función de santificar los
Obispos, que al tener la plenitud del sacerdocio, son los principales
dispensadores de los misterios de Dios y, en la Iglesia a ellos encomendada,
los moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica. § 2. También la ejercen los presbíteros, quienes participando del sacerdocio de Cristo, como ministros suyos, se consagran a la celebración del culto divino y a la santificación del pueblo bajo la autoridad del Obispo. § 3. En la celebración del culto divino los diáconos actúan según las disposiciones del derecho. § 4. A los demás fieles les corresponde también una parte propia en la función de santificar, participando activamente, según su modo propio, en las celebraciones litúrgicas y especialmente en la Eucaristía; en la misma función participan de modo peculiar los padres, impregnado de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de sus hijos. |
1.
Introducción
a) Razón del tema
El c. anterior se refirió al culto público como perteneciente a toda la Iglesia, pero no al papel que en él le corresponde a cada uno de los miembros de la Iglesia.
Los cc. preliminares del Libro II (http://teologocanonista2016.blogspot.com/2018/02/liber-ii-de-populo-dei-libro-ii-del.html) se refieren al sacerdocio común o de los fieles, función adquirida junto con el profetismo y la realeza, gracias al bautismo que configura con Cristo y con su triple función sacerdotal[1], profética[2] y real[3].
¿Si todos los bautizados participan del sacerdocio de Jesucristo, cómo, entonces, ejercen esta función concreta de santificar?
En los ordines litúrgicos y en los sacramentales se hablaba constantemente de oficios y de ministerios, porque en el grupo congregado (ekklesi,a) para la acción litúrgica cada uno tiene derecho y oficio propios.
Así también en el CIC, cuando se habla individualmente de cada sacramento y de las demás acciones litúrgicas diferentes a éstos (como en los sacramentales, p. ej.), aparecen los oficios y ministerios diversos: ministro ordenado, padrinos, acólitos, lectores, etc.
Pero el Código, antes de que se defina algo sobre cada oficio o ministerio, al tratar de la función de santificar de la Iglesia trae una norma general comprensiva, cuyo valor consiste en resaltar una tarea verdaderamente activa, que se ha de ejecutar según la diversidad de orden y de ministerio, en razón del c. 204 (http://teologocanonista2016.blogspot.com/2018/02/liber-ii-de-populo-dei-libro-ii-del.html).
Este c. 835 señala, por tanto, que todos son sujetos activos de esta función santificadora de la Iglesia, y por ende, en la acción litúrgica.
b) Importancia
En la práctica, se trata de aplicar al culto público la norma del c. 204 sobre la participación de todo fiel cristiano en el sacerdocio de Cristo.
Aparece así la Iglesia no como una “sociedad perfecta” sino como el pueblo de Dios: una verdadera comunión en la que todos los miembros son corresponsables.
El c. es una confirmación del oficio activo de todos los fieles, como de alguna manera ya fue afirmado por el § 1 del c. precedente. El texto fue tomado del proyecto de LEF[4].
2. El texto mismo
a) Fuentes
§
1
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LG 26[5];
SC 41[6];
CD 15[7]
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Referencia a los Obispos
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§
2
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LG 28[8];
PO 5[9]
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Referencia a los presbíteros
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§
3
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LG 29[10]
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Referencia a los diáconos
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§
4
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LG 10-11[11]
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Referencia a los fieles en
general
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b) Historia
El proyecto denominado “Ley fundamental de la Iglesia” (LEF) incluía la propuesta de un c. que trataba sobre la función de santificar de la Iglesia[12]. De allí fue tomado en la redacción del Esquema del CIC de manera que en este punto no quedara una laguna.
§ 1: El parágrafo sobre los Obispos se encontraba en el mencionado proyecto desde su primer momento[13]. Su formulación evidencia tal origen.
§ 2: Igualmente, se encontraba en ese proyecto, pero al incluirse en el Esquema del CIC se introdujo un leve cambio en su terminología, que no afectó su contenido.
§ 3: También estaba en el mencionado proyecto, pero en su redacción original se hacía más explícito el oficio diaconal. A lo largo del proceso, se consideró cláusula no necesaria, y por lo mismo suprimida, “consagrados para prestar su servicio a los Obispos y presbíteros”.
§ 4: En el proyecto la norma se encontraba separada de las anteriores, al tratar de la función de santificar de los laicos: esta se ejercía prácticamente por fuera del culto, es decir, “ofreciendo su vida como hostia viva, agradable a Dios”[14]. Al pasar el texto a la acción litúrgica se cambió su redacción para evitar repeticiones, pues ya el c. 204 había hablado sobre el sacerdocio de los fieles.
El nuevo contenido subraya que todo miembro de la comunidad cristiana forma parte activa y es sujeto de la acción litúrgica, aunque de manera diversa según el oficio particular de cada uno.
Sin embargo, dentro del § 4 se introdujo – quizás por influencia del Sínodo de 1980 sobre la familia: cf. (Juan Pablo II, 1981)[15] – una cláusula que ciertamente habla de una acción extracultual, la de los padres que ejercitan su función activa de santificar – una innovación en relación con el culto tratándose de un agente[16] – cuando cultivan el espíritu cristiano y procuran la educación cristiana de sus hijos. Se trata, sin duda, de un principio todavía muy general y programático que será necesario concretizar bajo el aspecto propiamente disciplinar, al estilo de los “ordines” y de los “sacramentarios”.
Seguramente que no está en su lugar porque aquí precisamente se trata de la función cultual[17].
Durante el proceso de revisión algún órgano de consulta pidió introducir la mención de la vida consagrada, por la cual también se ejerce esta función de santificar, pero la Comisión lo rechazó por tratarse sólo de vida litúrgica...
3. Interpretación
a) § 1
b) § 2
Es función de los presbíteros. Ya se vio lo que dicen al respecto LG 28 y PO 5.
Son consagrados por Dios. A imagen de Cristo sacerdote ejercen el sacerdocio de acuerdo con las normas del Obispo. Para el bien de todos ejercen la liturgia en cada sacramento.
Es importante conocer las iniciativas, y los límites a las mismas, que puede tener el presbítero cuando se trata de las celebraciones litúrgicas. El c. 846 hablará expresamente de “obediencia”, pero la disciplina de la Iglesia no habla sólo de “obediencia”, sino que le reconoce también espacio a cierta creatividad y adaptación.
c) § 3
Se trata la función de los diáconos destinados al ministerio, no tanto de los que siguen al sacerdocio. El ministerio es descrito, como se dijo, por LG 29: en relación con la liturgia, el anuncio de la palabra y la caridad. Aquí sólo se trata del ministerio litúrgico. Con todo, sobre este, LG fue más amplio en su exposición: administrar el bautismo, reservar y distribuir la eucaristía, asistir y bendecir en nombre de la Iglesia los matrimonios, llevar el viático a los moribundos, leer la sagrada Escritura a los fieles, exhortar e instruir al pueblo, etc.
El parágrafo dice “según las disposiciones del derecho”, mientras LG afirma “que le haya sido asignado por la autoridad competente”. Hay pues un sentido restrictivo: los diáconos sólo podrán obrar en esta materia de acuerdo con las prescripciones del derecho, y en general: por el Código, por los libros litúrgicos, por el derecho particular, etc.
d) § 4
“La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, "linaje escogido sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1 Pe 2,9; cf. 2,4-5). Al reformar y fomentar la sagrada Liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano, y por lo mismo, los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral, por medio de una educación adecuada. Y como no se puede esperar que esto ocurra, si antes los mismos pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y de la fuerza de la Liturgia y llegan a ser maestros de la misma, es indispensable que se provea antes que nada a la educación litúrgica del clero.”
El proceso fue complejo. Se trata de un concepto teológico de importancia y esta enunciación corresponde a los criterios conciliares de elaboración del Esquema de liturgia según los cuales sólo se aceptaban los conceptos aceptados igualmente por la Comisión teológica, la cual en ese momento, antes del Concilio, no hacía figurar esta expresión de una manera clara. Una vez la expuso LG 10, entonces fue adoptada más ampliamente, y de allí se introdujo al c. 208 (http://teologocanonista2016.blogspot.com/2018/02/l.html) bajo las características de la “igualdad” y de la “libertad” propias del ser cristiano.
Pero la tradición de este parágrafo es clara en la Iglesia, que siempre se ha referido a la “diversidad de oficios”. De la misma manera, lo referente al “sacerdocio bautismal” ejercido también por fuera del culto (“extracultual”) a través del ofrecimiento de toda la vida.
La innovación consistió en que la comunidad considerada como un todo es aceptada como sujeto del culto. La idea estuvo suspendida por varios siglos principalmente como reacción a la Reforma protestante, que afirmaba que no existían diferencias entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles. El Concilio de Trento se pronunció diciendo que el ministerio ordenado es “enteramente diverso”[21], y, para proteger su afirmación, se hizo silencio sobre el sacerdocio de los fieles. El Papa Pío XII en la encíclica Mediator Dei[22] resumió el asunto y lo precisó marcándole una proyección (“verdadero concepto del sacerdocio de los fieles”) que se condensó en la enseñanza de la LG ya señalada. Hoy en día la polémica está superada. Así, pues, no se trata de una completa novedad, pero tampoco es una enseñanza “tradicional”[23].
Apostillas
"El Santo Padre espera que la Semana Litúrgica Nacional, con sus propuestas de reflexión y los momentos de celebración, así sea en la modalidad integrada de la presencialidad y del empleo de los medios telemáticos, pueda caracterizar y sugerir algunas líneas de pastoral litúrgica y ofrecerlas a las parroquias, a fin de que el Domingo, la asamblea eucarística, los ministerios, el rito, salgan de aquella marginalidad hacia la cual parecerían precipitarse inexorablemente y recuperen la debida centralidad en la fe y en la espiritualidad de los creyentes. Es buen augurio en esta dirección la reciente publicación de la tercera edición del Misal Romano y la voluntad de los Obispos italianos de acompañarla con una robusta recuperación de la formación litúrgica del pueblo santo de Dios" [23 bis].
El S. P. Francisco, con ocasión del LX Aniversario de Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo (7 de mayo de 2022), expuso su reflexión de un axioma ya asumido por gran parte de los fieles cristianos: que es necesario que nos formemos “para la liturgia” para que, a su debido momento, “la liturgia nos forme” (cf. cc. 836; 843 § 2; etc.). Para ello quiso insistir en tres aspectos que resaltan la importancia que tiene la participación de los cristianos en la vida y misión de la Iglesia en el momento actual. Estos tres aspectos se retroalimentan mutuamente, sin duda, pues cada uno de ellos lleva consigo una impronta “litúrgica”: la necesidad de lograr una “participación más intensa” en la vida litúrgica de la Iglesia, la obligación de la “comunión eclesial”, expresada y urgida por la celebración de la Eucaristía y los demás Sacramentos, y el “impulso a la misión evangelizadora” que corresponde a todos los bautizados.
Venciendo el mero formalismo y la sola recitación de los textos (en algunas ocasiones incomprensibles para el lector), se hace indispensable “adquirir el espíritu litúrgico”, que consiste en introducirse en “el misterio” que se celebra, el “misterio de Jesucristo”, y en vivirlo: “se aprende, se celebra” gracias a su “meditación, asimilación, respiración” por parte de todos los fieles celebrantes.
De la misma manera, es necesario acentuar la “comunión eclesial”, que consiste en “abrirse al otro”, sea al cercano, sea al lejano, sabiéndolo igualmente perteneciente a Cristo. Esto forma la Iglesia, expresa la Iglesia y su misterio, y hace crecer en la santidad a la Iglesia. Porque la gloria y el amor a Dios que realiza la liturgia se manifiestan en el amor y en nuestro empeño en favor de los hermanos en necesidad, de sus súplicas y límites, así como de los demás miembros de nuestras comunidades. La “unidad de la Iglesia” se realiza y se fortalece cuando no se quiere manipular a la liturgia según los propios intereses (v. gr. desacreditando el Concilio Vaticano II o la autoridad de los Obispos), cuando ella no se convierte en la bandera de un partido, de un grupo, cuando se evita introducir en la comunidad eclesial más bien ideologías y cuestiones no sólo ya superadas sino nada esenciales. A la manera de la liturgia renovada por el Concilio – y a pesar de las resistencias que tuvo y seguramente aún tiene –, es necesario llegar a comprender que cada uno, diferente de los otros por diversos aspectos, ha de saber armonizarse coralmente con los demás, como inspira, precisamente el Espíritu Santo. Así se prolonga en verdad la obra salvadora de Cristo y su gracia sacramental en medio de las mujeres y hombres de cada época y en la creación.
“Toda celebración litúrgica concluye con la misión”: con su espíritu de oración nos mueve a la caridad para con todos y para con el mundo que nos circunda, nos induce a la acogida, establece las disposiciones y urge la implementación concreta de los instrumentos para el diálogo, para el encuentro, para el espíritu ecuménico.
Véase el texto en:
https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2022-05/hay-olor-al-diablo-cuando-la-liturgia-es-una-bandera-de-division.html
NdE
Insistiendo en la necesidad de una excelente - "seria y vital" - formación litúrgica de todos los fieles, en lo posible, el Sumo Pontífice Francisco escribió una Carta apostólica, Desiderio desideravi, el 29 de junio de 2022. Un verdadero repaso de los fundamentos de la liturgia reformada por el Concilio Vaticano II. Son 65 numerales que nos orientan e invitan a todos a una mejor participación en la liturgia, encuentro con el Señor y celebración de su Pascua. Véase el texto en:
https://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2022/06/29/0501/01027.html#es
Sobre esta Carta apostólica el apreciado P. Tadeo Albarracín ha elaborado una colaboración para el semanario arquidiocesano:
Albarracín, T. (29 de julio de 2022). "Los antecedentes de la carta apostólica 'Desiderio desideravi'. (Primera Parte)". Obtenido de El Catolicismo: https://elcatolicismo.com.co/iglesia-hoy/formacion/los-antecedentes-de-la-carta-apostolica-desiderio-desideravi
Albarracín, T. (29 de julio de 2022). "El asombro ante el misterio. (Segunda entrega en relación la carta apostólica Desiderio desideravi)". Obtenido de El Catolicismo: https://elcatolicismo.com.co/iglesia-hoy/formacion/el-asombro-ante-el-misterio
Y, dando continuidad a su magisterio en esta materia de la indispensable formación litúrgica de todo el pueblo de Dios, pero haciendo una directa aplicación de los criterios expuestos en su Carta, el Papa Francisco, el 14 de marzo de 2023, se refirió a la "arquitectura sagrada". El texto, lamentablemente, al menos por el momento, se encuentra sólo en italiano. En él, el S. P. vuelve sobre unas indicaciones básicas de teología litúrgica acerca del "lenguaje simbólico" y de "la inspiración de la creatividad artística y arquitectónica". Puede verse en: https://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2023/03/14/0197/00424.html
e) Disciplina transmitida
Las afirmaciones del c. son enteramente generales. Es pues programático. Las normas ejecutivas, prácticas, se dan, sea en el tratado sobre sacramentos y sacramentales, sea en las normas litúrgicas.
En la última parte del parágrafo hay una mención peculiar sobre el matrimonio y la familia, como se dijo. Su fuente se encuentra en la Exhortación apostólica del S. P. Juan Pablo II Familiaris consortio (nn. 49-64), en las que se recogieron las conclusiones sinodales ya señaladas.
4. Consecuencias jurídico-prácticas
1. Ante todo, la relación que se establece entre este c. y el c. 204 evidencia la teología que subyace a uno y otro. En cierto modo, el c. 835 es una explicitación del ejercicio del oficio sacerdotal que el otro c. enuncia (http://teologocanonista2016.blogspot.com/2018/02/liber-ii-de-populo-dei-libro-ii-del.html).
2. La norma del c. 835 en relación con la participación de los fieles cristianos es general y válida para todas y cada una de las acciones litúrgicas, así, en cada caso, no se la esté requiriendo, particularmente en el tratado sobre los sacramentos. Estos cc. preliminares son enteramente esenciales para conocer la mente de la Iglesia y su nueva disciplina en relación con los sacramentos y con las demás acciones vinculadas con la función de santificar a los hombres y de glorificar a Dios.
3. También del c. 835 se desprenderán, a su vez, consecuencias prácticas, como lo evidencia el c. 837 sobre la santificación personal con el que está íntimamente conectado. Lo que refiere el primero en relación con las personas que ejercen la función de santificar se recibe en el segundo aplicado a la acción litúrgica ya realizada; y si el sujeto de la acción litúrgica es toda la Iglesia en la diversidad de oficios, bien puede entenderse que las acciones litúrgicas son acciones que pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia. Si esta es la naturaleza profunda de la acción litúrgica es necesario que su manifestación a través de los signos sea congruente con ella, es decir, es necesario que los signos manifiesten a toda la Iglesia y la participación de todos.
V.
La participación plena,
consciente, activa y comunitaria
Can. 837 — § 1.
Actiones liturgicae non sunt actiones privatae, sed celebrationes Ecclesiae
ipsius, quae est "unitatis sacramentum," scilicet plebs sancta sub
Episcopis adunata et ordinata; quare ad universum corpus Ecclesiae pertinent
illudque manifestant et afficiunt; singula vero membra ipsius attingunt
diverso modo, pro diversitate ordinum, munerum et actualis participationis.
§ 2. Actiones liturgicae, quatenus suapte natura
celebrationem communem secumferant, ubi id fieri potest, cum frequentia et
actuosa participatione christifidelium celebrentur.
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837 §
1. Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino
celebraciones de la misma Iglesia, que es «sacramento de unidad», es decir,
pueblo santo reunido y ordenado bajo la guía de los Obispos; por tanto,
pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo realizan; pero
afectan a cada uno de sus miembros de manera distinta, según la diversidad de
órdenes, funciones y participación actual. § 2. Las acciones litúrgicas, en la medida en que su propia naturaleza postule una celebración comunitaria y donde pueda hacerse así, se realizarán con la asistencia y participación activa de los fieles. |
1.
Fuentes
Son los nn. 26 y 27 de la SC: “B) Normas derivadas de la índole de la liturgia como acción
jerárquica y comunitaria.
26. Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es "sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos.
Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual.
27. Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada. Esto vale, sobre todo, para la celebración de la Misa, quedando siempre a salvo la naturaleza pública y social de toda Misa, y para la administración de los Sacramentos.”
2.
Cuestiones prácticas
a) Son celebraciones de la Iglesia
misma
Como se dijo antes, es característica esencial de la liturgia ser celebración de la Iglesia, no una acción privada.
¿Qué entender aquí, entonces, por Iglesia?
Algunas anotaciones previas. Ya en el pasado el Papa Juan XXII (1316-1334) mediante la Const. Gloriosam Ecclesiam, del 23 de enero de 1318, advirtió sobre el peligro que entrañaba la enseñanza de los llamados “Fratricelli” y de Pedro Juan Olivi su contemporáneo acerca de la existencia de “dos iglesias”, una, “carnal” y otra, distinta, “espiritual” (DS 911): a esa concepción y enseñanza las denominó “error”.
Años después, el Concilio de Constanza, en su Sesión del 6 de julio de 1415, estableció un decreto – confirmado el 22 de febrero de 1418 por el Papa Martín V – en el que condenó “errores de Juan Hus”, y, en particular, su doctrina de que a la Iglesia pertenecían sólo “los predestinados a la bienaventuranza” (DS 1201-1206; 1220-1224). Esta enseñanza fue recogida tiempo después por el jansenista Pascasio Quesnel y nuevamente condenada por la Const. Unigenitus Dei Filius del 8 de septiembre de 1713, del Papa Clemente XI (1700-1721) (cf. DS 2476), El Papa Pío XII, en la encíclica Mystici corporis del 29 de junio de 1943, reiteró tal condenación e inadecuada concepción del “cuerpo de la Iglesia” (DS 3803).
Otra línea de doctrinas, cercana a las anteriores, afirmaba que la Iglesia está compuesta sólo por los justos, los que viven en gracia de Dios. Era la enseñanza también del mencionado Pascasio Quesnel, y fue considerada como “error” por el mismo Papa Clemente XI (DS 2474-2478), y como “herejía” (DS 2615) por el Papa Pío VI en la Const. Auctorem fidei del 28 de agosto de 1794, toda vez que había sido adoptada por el Sínodo de Pistoia en 1786.
Más recientemente se consideró que la Iglesia jerárquica (“la jerarquía de la Iglesia”) se identificaba con la Iglesia, como frecuentemente se decía antes del Concilio –y se dice todavía por parte de algunos –. El Papa Pío XII en la enc. Mystici corporis[24] afirmaba:
“8. Además de eso, así como en la naturaleza no basta cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de los que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente; así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros. Ni es otra la manera como el Apóstol describe a la Iglesia cuando dice: «Así como... en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen una misma función, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rm 12,4).
Mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura ordenada u orgánica del Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a los grados de la jerarquía; o que, como dice la sentencia contraria, consta solamente de los carismáticos, los cuales, dotados de dones prodigiosos, nunca han de faltar en la Iglesia. Se ha de tener, eso sí, por cosa absolutamente cierta, que los que en este Cuerpo poseen la sagrada potestad, son los miembros primarios y principales, puesto que por medio de ellos, según el mandato mismo del divino Redentor, se perpetúan los oficios de Cristo, doctor, rey y sacerdote. Sin embargo, con toda razón los Padres de la Iglesia, cuando encomian los ministerios, los grados, las profesiones, los estados, los órdenes, los oficios de este Cuerpo, no tienen sólo ante los ojos a los que han sido iniciados en las sagradas órdenes, sino también a todos los que, habiendo abrazado los consejos evangélicos, llevan una vida de trabajo entre los hombres, o escondida en el silencio, o bien se esfuerzan por unir ambas cosas según su profesión; y no menos a los que, aun viviendo en el siglo, se dedican con actividad a las obras de misericordia en favor de las almas, o de los cuerpos, así como también a aquellos que viven unidos en casto matrimonio. Más aún: se ha de advertir que, sobre todo en las presentes circunstancias, los padres y madres de familia y los padrinos y madrinas de bautismo, y especialmente, los seglares que prestan su cooperación a la jerarquía eclesiástica para dilatar el reino del divino Redentor, tienen en la sociedad cristiana un puesto honorífico, aunque muchas veces humilde, y que también ellos con el favor y ayuda de Dios pueden subir a la cumbre de la santidad, que nunca ha de faltar en la Iglesia, según las promesas de Jesucristo. […]
10. Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo, y, profesando la verdadera fe, no se hayan separado, miserablemente, ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas. «Porque todos nosotros ―dice el Apóstol― somos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres» (1 Cor 12,13). Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4,5), y, por lo tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (cf. Mt 18,17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por la autoridad no pueden vivir en este único Cuerpo, ni tampoco, por lo tanto, de este su único Espíritu.”
Con estos antecedentes, podemos afirmar con el Concilio que la Iglesia es la universalidad de pastores y fieles, o, como dice SC 26; “pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos”.
Este pueblo de Dios realiza la acción litúrgica como sacramento de unidad.
b) Diversidad de órdenes y oficios
El Papa san Pío X en 1907 reiteró la enseñanza tradicional de la Iglesia Católica en relación con el origen remoto o institución de los sacramentos del Nuevo Testamento por Cristo rechazando la opinión de quienes en tiempos modernos propusieron algo diferente (cf. DS 3439s y 3449s; cf. 1752; 1764 y 1773). Luego, en la enc. antes mencionada, el Papa Pío XII señalaba el error de quienes opinan que el sacerdote obra en representación y por delegación del pueblo (cf. DS 2628; 3850): la teología muestra que se trata de una elección realizada por Dios por medio del sacramento y que el sacerdote actúa “en la persona de Cristo”-Cabeza.
Con todo, aunque se trate de una única Iglesia universal que es sujeto de las celebraciones litúrgicas, ha de entenderse que no todo puede tratarse unitariamente, es decir, como si existiera un único actor en la celebración, el sacerdote. Por eso existe diversidad de órdenes y de oficios en ella.
c) Preferencia a la celebración
individual privada
De acuerdo con el n. 27 de SC, que se encuentra a la base del c. en comento, se subraya la preferencia de la celebración de la acción litúrgica con participación de fieles.
En efecto, en este n. de la SC se enseñó que debe preferirse a la celebración individual y privada el rito que por su propia naturaleza comporta la asidua participación de los fieles. Esto vale principalmente de la celebración de la misa (de la cual se destaca su naturaleza pública y social) y para la participación en los demás sacramentos.
Una anotación a este propósito:
El c. 902 asegurará el derecho del sacerdote a celebrar la misa individualmente respetando siempre la utilidad de los fieles. Hubo alguna discusión en la Comisión de reforma sobre la necesidad de cambiar el “pueden concelebrar” del c., por el “se recomienda concelebrar”, que aparecía en la Instrucción Eucharisticum Mysterium de la Congregación de Ritos (25 de mayo de 1967) (n. 47b[25]). En efecto, antes de la Mediator Dei existía la idea en algunos autores de que la misa de un sacerdote solo no tenía ningún sentido. El Papa dijo que era una verdadera celebración. La objeción apareció de nuevo después del Concilio y el Papa san Pablo VI en su enc. Mysterium fidei volvió a hablar sobre su legitimidad[26]. Como el Código debe afirmar y proteger los derechos de cada uno no se expresó así en el c. 902. Pero, por otra parte, existen las normas litúrgicas y cuando se habló de adaptar éstas al Código, se pidió que en la Instrucción General del Misal Romano se introdujera en terminología del Código el “puede” a cambio del “se recomienda”. No fue aceptada la iniciativa porque una cosa es el Código, otra, la liturgia. Más propia de la naturaleza de la liturgia es la concelebración, de acuerdo con lo que indica SC 27.
Uno es, pues, el campo del Código, que cuida de los derechos, y otro el de la liturgia, que vela por lo que está en consonancia con la naturaleza de la acción litúrgica.
Nadie puede negar que el sacerdote, aún solo, tiene derecho a la celebración, y allí hay oración de la Iglesia. Pero de ninguna manera se puede decir que es una celebración normativa (cumplir lo que se debe cumplir).
El Concilio pedía a los pastores que cuidaran no sólo la validez de las celebraciones sino también la participación de los fieles en ellas. De ahí la importancia de nuestro c. 837.
d) Postula la celebración
comunitaria
En la medida en que la liturgia postula una celebración comunitaria, ha de hacerse[27], porque hay momentos en los que no es fácil asegurar la frecuencia de personas, como sería el caso de la reconciliación de un penitente, o la aplicación de la unción de los enfermos, etc.Apostilla
e) Participación activa
Puede ser variada en sus expresiones[28]: presencia, respuestas, cantos, desempeño de algunos oficios particulares: lector, acólito; recepción de la comunión eucarística.
No se trata de una mera recomendación. Es un derecho y deber del fiel en virtud de su bautismo. Brota de la misma naturaleza de la acción litúrgica, que es ejecución del oficio sacerdotal de Cristo, del que cada uno de los fieles participa en diverso grado, modo y especie, y según la recepción del ministerio sacerdotal.
Se trata de una participación directa en la celebración – no de una mera representación –.
Sobre las Consecuencias jurídico-prácticas, véase lo dicho en 4., de la sección anterior.
VI.
Culto y fe
Can. 836 — Cum
cultus christianus, in quo sacerdotium commune christifidelium exercetur,
opus sit quod a fide procedit et eadem innititur, ministri sacri eandem
excitare et illustrare sedulo curent, ministerio praesertim verbi, quo fides
nascitur et nutritur.
|
836 Siendo el culto
cristiano, en el que se ejerce el sacerdocio común de los fieles, una obra
que procede de la fe y en ella se apoya, han de procurar diligentemente los
ministros sagrados suscitar e ilustrar la fe, especialmente con el ministerio
de la palabra, por la cual nace la fe y se alimenta. |
1.
Introducción
a) Razón del tema
1)
Aspecto teológico
Melchor Cano (1509-1560), teólogo dominico español, aportó al mejor esclarecimiento de la teología como disciplina científica con su obra conocida como De locis theologicis[29]. En ella sistematizó la Tradición apostólica y el Magisterio como dos de las tres fuentes “constituyentes” de la teología, junto con la Sagrada Escritura, entre las diez que él menciona. Curiosamente, él no menciona la liturgia entre las diez, no sabemos la razón[30], porque con toda seguridad, él sabía de la importancia de ella como testigo de la fe de la Iglesia y de su importancia para ilustrar esa misma fe, como ya desde la más temprana antigüedad era afirmado en el lema de Próspero de Aquitania (390-455): “lex orandi, lex credendi”[31],
“Sobre esos hombros”, el Concilio Vaticano II, por su parte, trató sobre la divina revelación en su constitución Dei verbum. En el capítulo II “Sobre la transmisión de la revelación divina”, entre otros aspectos, precisó y determinó lo siguiente en relación con la Tradición viva de la Iglesia:
“8. Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que de ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o por escrito (cf. 2 Ts 2,15), y que sigan combatiendo por la fe que se les ha dado una vez para siempre (cf. Jd 3). Ahora bien, lo que enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree.”
Así, pues, bien se puede afirmar que es en la liturgia, aún más que en la teología, en donde mejor puede reconocerse la Iglesia, en ella se identifican una y otra[32]. La liturgia ocupa por tanto un lugar eminente en la transmisión de las enseñanzas de la fe generación tras generación. En el momento presente, en el que los elementos “comunicacionales” y “expresivo-simbólicos” – entre otros – ocupan tanta importancia, es oportuno recordar que ella es un “lugar teológico” propio, especialmente denso y autoritativo. En la liturgia, en efecto, se testimonia la fe, se plasma la Iglesia en su más íntima naturaleza, se actualiza sacramentalmente la obra de la salvación[33]. A la “liturgia teológica” corresponde estudiar, precisamente, este aspecto fundamental[34].
2)
Aspecto pastoral
Por medio de la liturgia se expresa y se celebra la fe. Por eso la liturgia supone la fe y la robustece.
En el Catecismo de la Iglesia Católica leemos a este propósito:
“1124. La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los Apóstoles, de ahí el antiguo adagio: "Lex orandi, lex credendi" ("La ley de la oración es la ley de la fe") (o: "legem credendi lex statuat supplicandi" ["La ley de la oración determine la ley de la fe"], según Próspero de Aquitania, siglo V, ep. 217). La ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora.”
3)
Aspecto ecuménico
El Concilio acogió y secundó las iniciativas tendientes a reconstruir la unidad de la Iglesia y les aportó criterios y orientaciones propias. Más aún, en el plano doctrinal, asumió aspectos previamente relegados como un gran paso en el punto relacionado con la santificación de los fieles.
4)
Aspecto jurídico
La celebración litúrgica debe ser realmente aquello que Cristo confió a la Iglesia, y, en cuanto tal, un signo de fe y salvación para cada sujeto que participa en ella. La acción litúrgica debe ser “en espíritu y en verdad”, como precisó el mismo Jesús que debía ser el culto de adoración al Padre (cf. Jn 4,23).
Por esta razón se consideran especialmente las disposiciones (interiores[iv]) del sujeto también desde una perspectiva jurídica.
2. El texto mismo
El c. es programático, general. Tiene disposiciones ejecutivas en orden a la práctica. Su importancia radica en ofrecer una dimensión jurídica que no sólo cuida que se eviten los abusos sino que, positivamente, insta a una acción pastoral eficaz y permanente.
a) Fuentes
El texto de SC 59 es el antecedente principal del c., y asienta un principio en relación con los sacramentos:
“Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero, en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la "fe". Confieren ciertamente la gracia, pero también su celebración prepara perfectamente a los fieles para recibir fructuosamente la misma gracia, rendir el culto a dios y practicar la caridad.
Por consiguiente, es de suma importancia que los fieles comprendan fácilmente los signos sacramentales y reciban con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana.”[35]
Existe una relación entre la fe y la conversión: no sólo se llega a la fe mediante la conversión, sino que la conversión se celebra en la fe y en razón de la fe. Por eso los ordines de cada uno de los sacramentos (cf. Ritual de cada uno de ellos) insisten en la necesidad de la fe para celebrarlos y antes de recibirlos, como señalaba CD 44[36].
b) Historia
El proceso en relación con este c. es similar al señalado en relación con los cc. anteriores, a excepción del c. 835. El c., como los otros, no aparecía en los primeros esquemas, pero fue introducido a raíz de las peticiones que se hicieron por parte de diversos órganos de consulta que solicitaron completar las normas generales con normas de sentido más concreto y práctico. Ya en el Esquema de 1980 aparecían.
3.
Interpretación
a) Principio: los sacramentos son
signos de fe
Ahora bien, SC 59 ha de relacionarse también con SC 9:
“La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión: "¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en El sin haber oído de Él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?" (Rom., 10,14-15). Por eso, a los no creyentes la Iglesia proclama el mensaje de salvación para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia, y debe prepararlos, además, para los Sacramentos, enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularlos a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado, para que se ponga de manifiesto que los fieles, sin ser de este mundo, son la luz del mundo y dan gloria al Padre delante de los hombres.”
Antes de que las personas se acerquen a la liturgia es necesario que ellas hayan hecho un proceso propio de fe y de conversión. Los sacramentos, además, no sólo suponen la fe sino que la expresan, como vimos en el n. 59.
Cada sacramento es signo de fe y sólo en la fe y a través de ella manifiesta su identidad. De lo contrario, desaparece la cualidad del signo de la fe, para quedarse en un simple ritual mágico en el que no está la acción de la gracia de Dios.
El sacramento obtiene en la fe las condiciones necesarias para su existencia y autenticidad.
b) Es necesaria la fe para que la
acción litúrgica dé fruto
Es una solicitud constante no sólo del Concilio sino de los diversos documentos de la Santa Sede cuando pide a los Obispos exhortar y animar a los fieles a que renueven e incrementen la fe cuando celebren los sacramentos[37].
c) Puede también ser necesaria para
la validez
Si bien bajo el aspecto doctrinal teológico la cuestión no se considera solucionada, en la Tradición se sigue en esto a Santo Tomás de Aquino[38] quien, a partir de la condición racional volitiva de la persona, afirmaba que cuando en el adulto faltaba la intención de recibir el sacramento, si después lo quería, había de volverse a bautizar. En similar perspectiva otros autores clásicos como Francisco Suárez afirman que el adulto recibe válidamente el sacramento cuando es consciente y lo quiere[39].
Surgen algunas inquietudes al respecto: ¿Puede darse una verdadera intención de recibir el sacramento, como signo de salvación, sin fe?[40]
Es teológicamente cierto que en los sacramentos se da una “eficacia” (DS 1606; 3844-3846) incomparable, la “infalible oferta (la gracia) por parte de Dios a los hombres” (“ex opere operato”).
Con desmedro del papel de la fe en la celebración de los sacramentos y de la importancia de las disposiciones para celebrarlos por parte de los sujetos que en ellos participaban, en tiempos de recias polémicas, ese principio dogmático llevó a un cierto descuido del otro aspecto de la ecuación, fundado en el principio de la Encarnación del Verbo: “propter nos, homines, et propter nostram salutem descendit de caelis, et incarnatus” (Credo niceno-constantinopolitano): es decir, a la manera humana. Se trata del ejemplo de libertad y de respuesta al Padre que dio el Verbo (“aquí estoy para hacer tu voluntad”: Hb 10,7-9), y del cual María, la madre del Señor, mujer de fe[41], es figura de y para la Iglesia (cf. “Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum”: Lc 1,38; LG cap. VIII, en especial el n. 56).
Por eso, el Sínodo de los Obispos de 1980 (cf, Proposición n. 12) insistió en que se requiere hacer más manifiesto – de ahí la importancia de una catequesis “dinámica y adecuada” – el carácter “personal” de la fe en las celebraciones de los sacramentos: los signos de esa fe – mínimamente, la intención de hacer lo que hace la Iglesia – son necesarios, por ejemplo, para la validez del sacramento del matrimonio[42].
Debe tenerse mínimo la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Indirectamente, bajo la justificación de la intención, está presente cierta fe del sujeto a la constitución válida del sacramento.[43]
“Título V – Del proceso matrimonial más breve ante el Obispo
“Art. 14 § 1. Entre las circunstancias que pueden permitir tratar la causa de nulidad del matrimonio a través del proceso más breve según los cánones 1683-1687, se cuentan por ejemplo: la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad […]”[44]
4. Consecuencias jurídico-prácticas
a) Preparación para los sacramentos
El presente c. se relaciona necesariamente con otros que se refieren a la preparación oportuna para los sacramentos, sea de un modo general – como es el caso del c. 843 § 2 que pide una evangelización previa y la formación catequética –, sea de un modo particular.
Es necesario conectar la acción cultual, sobre todo sacramental, con las buenas disposiciones de la fe, sea en cuanto a su validez, sea en cuanto a sus frutos.
En lo tocante a la preparación también es necesario tener en cuenta su aspecto negativo, es decir, la privación del sacramento a quienes carecen de las debidas disposiciones o están impedidos.
No se trata de una sanción penal sino de la necesidad de efectuar previamente los requisitos del sacramento a fin de que sea en realidad un signo de salvación, no un mero evento social. Se trata de manifestar la auténtica naturaleza de la Iglesia, que se manifiesta en cada celebración. Es ocasión también para examinar la posibilidad de la existencia de una sanción penal que acaso prohíba la recepción del sacramento.
No es una negación absoluta del sacramento sino de la postergación del mismo, que propicie el comienzo de un diálogo pastoral y un mayor contacto con la familia y/o con las personas.
b) Ministerio de la palabra en la
acción litúrgica
c) Algunas cuestiones más difíciles
El Concilio Vaticano II había querido salir a abordar los grandes y urgentes problemas que tocaban con la actividad “pastoral” de la Iglesia, como había sido expresado por los dos Sumos Pontífices que lo convocaron: san Juan XXIII y san Pablo VI. Pero se operó todo un cambio de óptica, y terminó siendo no un mero catálogo de sugerencias y de normas – sobre todo de éstas, y “prefabricadas”, como lo deseó una cierta pequeña ala del episcopado – que debían ser ejecutadas, sino la sede de profundos y complejos debates y decisiones de orden “doctrinal”[45]: una definición más completa de la naturaleza de la Iglesia y del papel del Obispo; la renovación de la Iglesia católica; la restauración de la unidad de los cristianos; y el comienzo del diálogo con el mundo contemporáneo, estuvieron entre las preocupaciones de entonces:
“Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular proveer a la reforma y al fomento de la Liturgia.” (SC 1).
Pero continúan siendo retos para todos los fieles cristianos de hoy en lo que se refiere a la implementación, profundización, extensión y asunción de los procesos iniciados y, sobre todo, del espíritu que marcaba el Concilio. El S. P. Francisco denomina a esta preocupación: “una Iglesia en salida”[46], que pone aún más en ejercicio el “sensus fidei[v] fidelium[vi]” (“el sentido de la fe de los fieles”):
“Tal testimonio pertenece al pueblo de Dios en su conjunto, que es un pueblo de profetas. Por el don del Espíritu Santo, los miembros de la Iglesia poseen el «sentido de la fe». Se trata de una especie de «instinto espiritual», que permite sentire cum Ecclesia y discernir lo que es conforme a la fe apostólica y al espíritu del Evangelio. Ciertamente, el sensus fidelium no se puede confundir con la realidad sociológica de una opinión mayoritaria, está claro. Es otra cosa. Por lo tanto, es importante —y es vuestra tarea— elaborar los criterios que permitan discernir las expresiones auténticas del sensus fidelium. Por su parte, el Magisterio tiene el deber de estar atento a lo que el Espíritu dice a las Iglesias a través de las manifestaciones auténticas del sensus fidelium. Me vienen a la memoria esos dos números, 8 y 12, de la Lumen gentium, que precisamente sobre esto son tan importantes. Esta atención es de gran importancia para los teólogos. El Papa Benedicto XVI destacó muchas veces que el teólogo debe permanecer a la escucha de la fe vivida por los humildes y los pequeños, a quienes el Padre quiso revelarles lo que había ocultado a sabios e inteligentes (cf. Mt 11, 25-26; homilía en la misa con la Comisión teológica internacional, 1 de diciembre de 2009).”
Además de los asuntos inherentes al sacramento del bautismo – a los que hemos aludido de pasada –, se plantea también el serio problema de quienes, habiendo sido bautizados y educados en la fe, afirman que perdieron la fe pero desean celebrar el matrimonio. El agravante proviene del c. 1055 § 2[47], que identifica contrato y sacramento en el bautizado[48].
Bibliografía
Notas de pie de página
[1] Afirmó la LG: “34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta.
Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios.”
[2] La LG enseñó: “35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta esperanza en el interior de su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la vida secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).
Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21, 1), así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en la cosas que esperamos (cf. Hb11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.
En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y familiar. En ella el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.
Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo. Por ello, dedíquense los laicos a un conocimiento más profundo de la verdad revelada y pidan a Dios con instancia el don de la sabiduría.”
[3] Esto enseñó la LG: “36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28). Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que, sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [115]. Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a los discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 23).
Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.”
Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembra de la palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las que introducir en el mundo el mensaje de la paz.
Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos [116].”
[4] (Comisión para la Reforma del Código de Derecho Canónico de 1917, 9 1977; 13 1981)
[5] “El Obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» [84], sobre todo en la Eucaristía, que él mismo celebra o procura que sea celebrada [85], y mediante la cual la Iglesia vive y crece continuamente. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias [86]. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1 Ts 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor «para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad» [87]. En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo [88], se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación» [89]. En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica [90]. Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos» [91].
Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el Obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamentarlo en conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio.
Así, los Obispos, orando y trabajando por el pueblo, difunden de muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a los creyentes para la salvación (cf. Rm 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con su autoridad [92], santifican a los fieles. Ellos disponen la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, los dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina penitencial; y ellos solícitamente exhortan e instruyen a sus pueblos para que participen con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta de todo mal y, en la medida que puedan y con la ayuda de Dios transformándola en bien, para llegar, juntamente con la grey que les ha sido confiada, a la vida eterna [93].”
[6] “El Obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende, en cierto modo, la vida en Cristo de sus fieles.
Por eso, conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros.”
[7] “En el ejercicio de su deber de santificar, recuerden los Obispos que han sido tomados de entre los hombres, constituidos para los hombres en las cosas que se refieren a dios para ofrecer los dones y sacrificios por los pecados. Pues, los Obispos gozan de la plenitud del Sacramento del Orden y de ellos dependen en el ejercicio de su potestad los presbíteros, que, por cierto, también ellos han sido consagrados sacerdotes del Nuevo Testamento para ser próvidos cooperadores del orden episcopal, y los diáconos, que, ordenados para el ministerio, sirven al pueblo de Dios en unión con el Obispo y su presbiterio. Los Obispos, por consiguiente, son los principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado.
Trabajen, pues, sin cesar para que los fieles conozcan plenamente y vivan el misterio pascual por la Eucaristía, de forma que constituyan un cuerpo único en la unidad de la caridad de Cristo, "atendiendo a la oración y al ministerio de la palabra" (Act., 6,4), procuren que todos los que están bajo su cuidado vivan unánimes en la oración y por la recepción de los Sacramentos crezcan en la gracia y sean fieles testigos del Señor.
En cuanto santificadores, procuren los Obispos promover la santidad de sus clérigos, de sus religiosos y seglares, según la vocación peculiar de cada uno, y siéntanse obligados a dar ejemplo de santidad con la caridad, humildad y sencillez de vida. Santifiquen sus iglesias, de forma que en ellas se advierta el sentir de toda la Iglesia de Cristo. Por consiguiente, ayuden cuanto puedan a las vocaciones sacerdotales y religiosas, poniendo interés especial en las vocaciones misioneras.”
[8] “Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (cf. Jn 10,36), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus Apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los Obispos [98], los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose Obispos, presbíteros y diáconos [99]. Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y dependen de los Obispos en el ejercicio de su potestad, están, sin embargo, unidos con ellos en el honor del sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del orden [101], han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento [102], a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (cf. Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio, del oficio del único Mediador, Cristo (cf. 1 Tm 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo [103]y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican [104] en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,11-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio, y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Hb 5,1-13). Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza [105], reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad [106], y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24). Se afanan, finalmente, en la palabra y en la enseñanza (cf. 1 Tm 5,17), creyendo aquello que leen cuando meditan la ley del Señor, enseñando aquello que creen, imitando lo que enseñan [107].
Los presbíteros, próvidos cooperadores del Orden episcopal [108] y ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un solo presbiterio [109], dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones locales de fieles representan al Obispo, con el que están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercen en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12), Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia. Por esta participación en el sacerdocio y en la misión, los presbíteros reconozcan verdaderamente al Obispo como a padre suyo y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera en que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (cf. Jn 15,15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo episcopal, por razón del orden y del ministerio, y sirven al bien de toda la Iglesia según vocación y gracia de cada cual.
En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.
Respecto de los fieles, a quienes han engendrado espiritualmente por el bautismo y la doctrina (cf. 1 Co 4,15; 1 P 1,23), tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (cf. 1 P 5,3), gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera, que ésta merezca ser llamada con el nombre que es gala del único y total Pueblo de Dios, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Co 1,2; 2 Co 1,1 y passim). Acuérdense de que, con su conducta de cada día y con su solicitud, deben mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida, y de que, como buenos pastores, han de buscar también a aquellos (cf. Lc 15,4- 7) que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica de los sacramentos o incluso han perdido la fe.
Como el mundo entero cada día tiende más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios.”
[9] “Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia[35]. Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir[36], ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles[37].
Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan[38]. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia[39], es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo.
Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de forma que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17). Les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que en ella lleguen también a una oración sincera; les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de los deberes del propio estado, y a los más fervorosos les atraen hacia la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la condición de cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo[40].
Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo.
La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía, y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas[41]. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida divina en los miembros de su Cuerpo[42]. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.”
[10] “En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio»[110]. Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: «Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos» [111].
Ahora bien, como estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente de la Iglesia latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones, se podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía. Corresponde a las distintas Conferencias territoriales de Obispos, de acuerdo con el mismo Sumo Pontífice, decidir si se cree oportuno y en dónde el establecer estos diáconos para la atención de los fieles. Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato.”
[11] “10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante.
11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia [18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras[19]. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella [20]. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento.
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez, aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada
Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.”
Véase también AA.
[12] “Articulus 2. De Ecclesiae munere sanctificandi”: (Pontificia Commissio Codici Iuris Canonici Recognoscendo, 1971, pág. 39)
[13] (Pontificia Commissio Codici Iuris Canonici Recognoscendo, 1971): arts. 36** (37); 46** (47); 48 § 2** (49 § 2); 50 §§ 1-2** (51 §§ 1-2); etc.
[14] (Pontificia Commissio Codici Iuris Canonici Recognoscendo, 1971, pág. 9): c. 1 § 2**: “Populum Dei, cuius Caput Christus est, cuius suprema lex est Caritas constituunt qui ex aqua et Spiritu Sancto in Christo renati sunt; hac Spiritus Sancti unctione et regeneratione a Christo Domino consecrantur in sacerdotium sanctum, ut spirituales Deo offerant hostias, in eucharistica celebratione praesertim concurrentes.2”
NdE. Aunque la misma noción se aplicaba para la función profética: cf. c. 54** (55**): “§ 1. Populus Dei sanctus de munere quoque prophetico Christi participai, vivum Eius testimonium maxime per vitam fidei ac caritatis diffundendo, et Deo hostiam laudis offerendo, fructum labiorum confitentium nomini Eius (cf. Hebr. 13, 15)” (p. 36).
[15] Véanse los nn. 49-64 en los que se observa simultáneamente la “tradición” con la “innovación” a la que se ha hecho referencia.
[16] (Congar, 1967, págs. 241-282): no se trata solamente de la validez de la acción litúrgica, sino de la acción de la Iglesia entera.
[17] NdE. Como se citó de LG 11, su fuente, el texto canónico quiso aludir a los fieles cristianos en general como ejercitantes de la función o misión santificadora de Cristo en un doble ámbito: el de las celebraciones litúrgicas – y por ello la norma se ubica adecuada y propiamente en este lugar –; pero, al destacar “a los padres” indica que dicha función es ejercida por ellos en particular de forma inclusiva, es decir también por fuera de dichas celebraciones, en el ámbito extracultual. El c. da, así, un paso, a mi juicio sumamente valioso al anticipar en este lugar – inmediatamente después del c. 834 – lo que se dirá ampliamente en el c. 839, es decir, la no circunscripción de dicha misión santificadora al ámbito cultual, como lo explicará el P. Manzanares en su momento.
En línea con esta explicación y desde su propia perspectiva e intención, el Ritual del sacramento del matrimonio, en su Introducción (I,1) señala y concretiza ya no desde la condición de “los padres” sino de “los esposos”: “Los esposos cristianos, mediante el sacramento del matrimonio, expresan el misterio de la unión y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia, a la vez que participan de él; mutuamente se ayudan a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y tienen así, una misión y una gracia propias en el pueblo de Dios”. Véase (Consejo Episcopal Latinoamericano . Departamento de Liturgia, 1976, pág. 194*)
[18] (Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos, 2003): “2. El obispo ha de ser tenido como el gran sacerdote de su grey, del cual se deriva y depende, en cierto modo, la vida de sus fieles en Cristo. La misa crismal que concelebra el obispo con su presbiterio ha de ser como una manifestación de la comunión de los presbíteros con él; conviene, pues, que todos los presbíteros, en cuanto sea posible, participen en ella y comulguen bajo las dos especies. Para significar la unidad del presbiterio diocesano, conviene que los presbíteros, procedentes de las diversas zonas de la diócesis, concelebren con el obispo. […]”
[19] (Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos - CELAM Departamento de Liturgia, 1991 2016)
[20] (Departamento de Liturgia del CELAM - Congregación para los Sacramentos y el Culto divino, 1978, pág. 75): “Padre, conocedor de los corazones, concede a este siervo tuyo, que has elegido para el episcopado, que apaciente tu pueblo santo; ejerza ante ti, sin reprensión, el sumo sacerdocio, sirviéndote día y noche… Que, en virtud del Espíritu del sumo sacerdocio, tenga el poder de perdonar los pecados, según tu mandamiento […]”.
[21] Sesión XXIII del 15 de julio de 1563: Decreto sobre el sacramento del orden: cap. 4° sobre la jerarquía eclesiástica y la ordenación: “Quod si quis omnes Christianos promiscue Novi Testamenti sacerdotes esse, aut omnes pari inter se potestate spirituali praeditos affirmet…” (DS 1767).
[22] Véase la sistematización y selección de textos de DS 3849-3853.
[23] (Congar, 1967)
[24] (Pío XII, 1943, págs. 202-203)
[25] “Por esto, si no lo impide la utilidad de los fieles (que siempre ha de ser considerada como amorosa solicitud pastoral), y con tal de que cada sacerdote conserve íntegra la libertad de celebrar a solas la misa, es preferible que les sacerdotes celebren la Eucaristía de este modo tan excelente, sea en las comunidades de sacerdotes como en las reuniones que tienen lugar en determinados días y en otras ocasiones parecidas. Los que viven en común o ejercen su ministerio en una misma iglesia invitarán de buen grado a los sacerdotes que están de paso a concelebrar con ellos.”
[26] “Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende sobre la naturaleza pública y social de toda misa [28]. Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz.
Pues cada misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos, sino también por la salvación de todo el mundo.
De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente, según las prescripciones y tradiciones de la Iglesia, por un sacerdote con sólo el ministro que le ayuda y le responde; porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de otra la Iglesia, y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión.
Por lo tanto, con paternal insistencia, recomendamos a los sacerdotes —que de un modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor— que, recordando la potestad, que recibieron del obispo que los consagró para ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar misas tanto por los vivos como por los difuntos en nombre del Señor [29], celebren cada día la misa digna y devotamente, de suerte que tanto ellos mismos como los demás cristianos puedan gozar en abundancia de la aplicación de los frutos que brotan del sacrificio de la Cruz. Así también contribuyen en grado sumo a la salvación del género humano” (n. 4fghi). (Pablo VI, 1965)
[27] El S. P. Benedicto XVI, en tiempos más recientes, en varias ocasiones se refirió al tema de la “celebración comunitaria” en la liturgia, saliendo en ocasiones al paso de algunas equivocaciones interpretativas de la misma, sea porque se reclamaba una prácticamente masiva actuación de las personas en cada género de celebración, sea porque se planteaba casi una irreconciliable oposición entre las funciones del presidente de la asamblea y la comunidad celebrante. Veamos algunos pocos de esos textos sobre la participación “activa”:
a) En su discurso a los Obispos de la Conferencia Episcopal de Canadá, el 11 de mayo de 2006 afirmó con acento no sólo doctrinal sino vocacional: “Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?”: (http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20060511_ad-limina-quebec.html).
b) En su discurso durante su encuentro con Obispos de Suiza, el 7 de noviembre de 2006, entre otros puntos expresó uno, sobre el carácter eminentemente “evangelizador-solidario” o “en salida” de la liturgia, tan opuesto al de una Iglesia que se repliega sobre sí misma para contemplarse: “Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el “culto divino”. A este respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia no es una “auto-manifestación” de la comunidad, la cual, como se dice, entra en escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en la que Dios mismo nos alimenta.
Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia”: (http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/november/documents/hf_ben-xvi_spe_20061107_swiss-bishops.html).
c) Un excelente texto al respecto – a mi gusto – fue la catequesis general del S. P. el miércoles, 7 de enero de 2009, todo él citable. Comentando la “fuente” del rationabile que se encuentra en la Plegaria Eucarística I o Canon romano (“Quam oblationem tu, Deus, in omnibus, quaesumus, benedictam, adscriptam, ratam, rationabilem, acceptabilemque facere digneris: ut nobis Corpus et Sanguis fiat dilectissimi Filii tui, Domini nostri Iesu Christi”: “Bendice y santifica esta ofrenda, Padre, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti: que se convierta para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.”), recordó que la expresión está tomada parcialmente de la traducción vulgata del texto de Rm 12,1. Aclaró así la auténtica comprensión de la “participación comunitaria” como “comunión con Cristo”:
“2. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual». En estas palabras se verifica una paradoja aparente: mientras el sacrificio exige normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La expresión «presentar vuestros cuerpos», unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el matiz cultual de «dar en oblación, ofrecer». La exhortación a «ofrecer los cuerpos» se refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6,13 invita a «presentaros a vosotros mismos». Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la invitación a «glorificar a Dios con vuestro cuerpo» (1 Co 6,20); es decir, se trata de honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y perceptible.
San Pablo califica ese comportamiento como «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios». Es aquí donde encontramos precisamente la palabra “sacrificio”. En el uso corriente este término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano. En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero –“vivo”– expresa una vitalidad. El segundo –“santo”– recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero –“agradable a Dios”– recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio «de suave olor» (cf. Lv 1,13.17; 23,18; 26,31; etc.).
Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir: este es «vuestro culto espiritual». Los comentaristas del texto saben bien que la expresión griega (ten logiken latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: rationabile obsequium. La misma palabra rationabile aparece en la primera Plegaria eucarística, el Canon romano: en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como rationabile. La traducción italiana tradicional “culto espiritual” no refleja todos los detalles del texto griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración, glorificación del Dios vivo.
Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice: «Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza» (vv. 12-14) En el mismo sentido dice el Salmo siguiente, 50: «Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias» (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.) encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego –es decir, en la persecución, en el sufrimiento– Azarías reza así: «Ya no hay, en esta hora, ni príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (...) Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade» (Dn 3,38 ss). En la destrucción del santuario y del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.
Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una espiritualización, una moralización del culto: el culto se convierte sólo en algo del corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.
Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero, en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su ser. En este sentido dice a los Romanos: «Ofreced vuestros cuerpos como una víctima viva. (...) Este será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya había señalado en el capítulo 3: El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.
Pero también aquí se da el peligro de un malentendido: este nuevo culto se podría interpretar fácilmente en un sentido moralista: ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo: el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente esta no era la intención de san Pablo.
Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este «culto espiritual, razonable». San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser «uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), que hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en Cristo. En esta unión –y sólo así– podemos ser en él y con él “sacrificio vivo”, ofrecer el “culto verdadero”. Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el “culto verdadero”.
Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda sea rationabile, para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la santísima Eucaristía, se hace presente la auto-donación de Cristo, su sacrificio verdadero. Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo, para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no podemos ser con nuestras fuerzas: ofrenda rationabile que agrada a Dios. Así la Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo dos frases: «Este es el sacrificio de los cristianos: aun siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (...) Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha entregado a sí mismo» (10, 6: CCL 47, 27 ss)”: (http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2009/documents/hf_ben-xvi_aud_20090107.html).
“L'assemblea: la Chiesa va incontro al suo Signore.[28] (Kaczyński, 1976, págs. 1155-1159); (Manzanares, 1984); (Pistoia, 72 1985)
6. - I1 primo grande segno di cui si fa esperienza nella celebrazione, e all'interno del quale si pongono tutti gli altri, è l'assemblea. Essa ha il suo punto di partenza nella iniziativa libera e gratuita del Signore che convoca i credenti intorno a sé. Come ad Emmaus, il Signore scende così sulla strada dell'uomo per farsi suo compagno di viaggio e animarlo di speranza per il suo cammino. I1 tutto inizia già quando, al suono della campana - ed è bene oggi riscoprire questo suono - i fedeli escono di casa e si avviano verso la Chiesa. In quel movimento che fa convergere i fedeli verso lo stesso luogo per diventare il soggetto attivo dell'unica azione, il mistero della Chiesa trova una manifestazione sensibile, e insieme l'attuazione più piena [54]. Lì si vede che la Chiesa - come dice San Cipriano – “è popolo radunato nell'unità del Padre, del Figlio e dello Spirito Santo” [54]. E il nuovo popolo sacerdotale che Dio ha convocato in Cristo Gesù in modo permanente, ma che ha il suo tempo forte proprio nell'Eucaristia, in cui la Chiesa si costruisce e si rinnova incesantemente [56]. Ma il segno rituale dell'assemblea ha il suo contenuto nella «comunione» dello Spirito. Occorre distruggere tutti i residui di diffidenza e di incomprensione che ci dividono. Mentre i corpi sono gomito a gomito, i cuori devono fondersi nell'unità: «Molti corpi ma non molti cuori» commenta Sant'Agostino riferendosi all'ideale della comunità di Gerusalemme. I fedeli possono cantare con l'antico inno: «Ci ha raccolti insieme l'amore di Cristo». Chi entra nell'assemblea deve quasi vedere e toccare con mano la natura della Chiesa.” Véase el texto en (Eucaristia, comunione e comunità. Documento pastorale dell'Episcopato italiano, approvato dalla XXI Assemblea Generale della C.E.I., 1983).
[30] (Schumacher, 2001)
[31] O también: "legem credendi lex statuat supplicandi". De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1124) véase en la epístola 217 y en el Libro VIII de su obra: “De gratia Dei et libero arbitrium contra collactiones” (Patrologia Latina, vol. 51, pp. 209-210) (consulta del 3 de septiembre de 2019: https://books.google.com.co/books?id=8UCLym0mN28C&pg=RA1-PA202&hl=es&source=gbs_toc_r&cad=3#v=onepage&q&f=false).
[32] (Schumacher, 2001, pág. 5)
[33] Cf. (Zapata, 2012)
[34] Cf. (Dalmais, 1983)
[35] El texto conviene leerlo juntamente con SC 9, como se verá en la siguiente sección.
[36] “Dispone el sagrado Concilio que en la revisión del Código de Derecho Canónico se definan las leyes, según la norma de los principios que se establecen en este decreto, teniendo también en cuenta las advertencias sugeridas por las comisiones o por los Padres conciliares.
Dispone, además, el santo Concilio que se confeccionen directorios generales para el cuidado de las almas, para uso de los Obispos y de los párrocos, ofreciéndoles métodos seguros para el más fácil y acertado cumplimiento de su cargo pastoral.
Hágase, además, un directorio especial sobre el cuidado pastoral de cada grupo de fieles, según la idiosincrasia de cada nación o región; otro directorio sobre la instrucción catequética del pueblo cristiano, en que se trate de los principios y prácticas fundamentales de dicha instrucción y de la elaboración de los libros que a ella se destinen. En la composición de estos directorios ténganse también en cuenta las sugerencias que han hecho tanto las comisiones como los Padres conciliares.”
[37] (Sínodo de los Obispos, 1982): “6. De Fide et sacramento (Proposición 12)”.
[38] “«Omnia agentia necesse est agere propter finem… Considerandum est quod aliquid sua actione vel motu tendit ad finem dupliciter: uno modo sicut se ipsum ad finem movens, ut homo: alio modo sicut ab alio lotum ad finem, sicut sagitta tendit ad determinatum finem ex hoc quod movetur a sagittante, qui suam actionem dirigit in finem. Illa ergo quae rationem habent, seipsa movent ad finem, quia habent dominium suorum actorum per liberum arbitrium, quod est facultas voluntatis et rationis, illa vero quae ratione carent, tendunt in finem propter naturalem inclinationem, quasi ab alio mota, non autem a seipsis, cum non cognoscant rationem finis, et ideo nihil in finem ordinare possunt, sed solum in finem ab alio ordinantur.» (S. Th., I-II, q. 1, a. 2). Santo Tomás requiere en quien va a ser bautizado rectitud de intención y de fe, ayudado por la gracia de Dios (Suma de Teología III, q. 68, a. 10).
[39] “Homo dominus suorum actorum… efficere sua dona… membrum Christi et Ecclesiae”: (Suárez, Tractatus de legibus, ac Deo legislatore, in decem libros distributus, 1612); (Suárez, Defensio fidei catholicae. Principatus politicus, 1613)
[40] Pueden verse: (Tillard, 1968): afirma que para que un rito sea válido debe tener una cierta relación con la salvación. (Villete, 1964) señalaba la necesidad de una fe al menos mínima en el sujeto para tener la requerida intención necesaria para el sacramento, es decir, voluntad al menos implícita de recibir el sacramento como Cristo lo instituyó y como la Iglesia lo da.
[41] (Pablo VI, 1974) nn. 7b; 18b; 33; 56b.
[42] (Sínodo de los Obispos, 1982, págs. 678-681): cf. (Enchiridion Vaticanum. 7. Documenti Ufficiali della Santa Sede (1980-1981), 1985, págs. 714-718)
[43] Véanse en la bibliografía los textos correspondientes al tema de la fe en los sujetos.
[44] (Francisco, 2015). Véase el art. de S. Em. P. Urbano Cardenal Navarrete: (De sensu clausulae 'dummodo non determinet voluntatem' c. 1099, 81 1992).
Con mucho gusto menciono el comentario que ha hecho al respecto mi querido discípulo R. P. Semey de Jesús Lucumi Holguín, Sacerdote de la Diócesis de Palmira, Valle del Cauca, quien se desempeña como Vicario Judicial de la Diócesis: “Un acercamiento a la doctrina emanada de los discursos a la Rota Romana pronunciados por los Sumos Pontífices Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco”, en: (Lucumi Holguín, 33/49 2016).
Véase también la obra (Fernández San Román, 2018).
Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22,15)
1. Queridos hermanos y hermanas:
con esta carta deseo llegar a todos – después de haber escrito a los obispos tras la publicación del Motu Proprio Traditionis custodes – para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la Iglesia. El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus aspectos: sin embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma exhaustiva. Quiero ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana.
La Liturgia: el “hoy” de la historia de la salvación
2. “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15) Las palabras de Jesús con las cuales inicia el relato de la última Cena son el medio por el que se nos da la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros.
3. Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero, mirándolo bien, toda la creación, toda la historia –que finalmente estaba a punto de revelarse como historia de salvación– es una gran preparación de aquella Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios: todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo. En este caso, la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos. Sin embargo –por la misericordia del Señor– el don se confía a los Apóstoles para que sea llevado a todos los hombres.
4. Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta.
5. El mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso, he dicho que “sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, n. 27): para que todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y vivir de Él.
6. Antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él. Ciertamente, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido deseada por Él en la última Cena.
7. El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual de su muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia de muerte pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único y verdadero acto de culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido ver en la cruz de Jesús, si hubieran soportado su peso, lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre los muertos, para partir el pan a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían vuelto a pescar peces y no hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos, los cura de la ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver” al Resucitado, de creer en la Resurrección.
8. Si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no sólo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad que celebra. Por eso, la Iglesia siempre ha custodiado, como su tesoro más precioso, el mandato del Señor: “haced esto en memoria mía”.
9. Desde los inicios, la Iglesia ha sido consciente que no se trataba de una representación, ni siquiera sagrada, de la Cena del Señor: no habría tenido ningún sentido y a nadie se le habría ocurrido “escenificar” – más aún bajo la mirada de María, la Madre del Señor – ese excelso momento de la vida del Maestro. Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos [1].
La Liturgia: lugar del encuentro con Cristo
10. Aquí está toda la poderosa belleza de la Liturgia. Si la Resurrección fuera para nosotros un concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los Apóstoles, si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la Encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es.
11. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre [2], continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos ama; es el modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la cruz ( Jn 19,28).
12. Nuestro primer encuentro con su Pascua es el acontecimiento que marca la vida de todos nosotros, los creyentes en Cristo: nuestro bautismo. No es una adhesión mental a su pensamiento o la sumisión a un código de comportamiento impuesto por Él: es la inmersión en su pasión, muerte, resurrección y ascensión. No es un gesto mágico: la magia es lo contrario a la lógica de los Sacramentos porque pretende tener poder sobre Dios y, por esa razón, viene del tentador. En perfecta continuidad con la Encarnación, se nos da la posibilidad, en virtud de la presencia y la acción del Espíritu, de morir y resucitar en Cristo.
13. El modo en que acontece es conmovedor. La plegaria de bendición del agua bautismal [3] nos revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo. Y por eso la ha querido colmar del movimiento de su Espíritu que se cernía sobre ella (cfr. Gén 1,2) para que contuviera en germen el poder de santificar; la ha utilizado para regenerar a la humanidad en el diluvio (cfr. Gén 6,1-9,29); la ha dominado separándola para abrir una vía de liberación en el Mar Rojo (cfr. Ex 14); la ha consagrado en el Jordán sumergiendo la carne del Verbo, impregnada del Espíritu (cfr. Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Finalmente, la ha mezclado con la sangre de su Hijo, don del Espíritu inseparablemente unido al don de la vida y la muerte del Cordero inmolado por nosotros, y desde el costado traspasado la ha derramado sobre nosotros ( Jn 19,34). En esta agua fuimos sumergidos para que, por su poder, pudiéramos ser injertados en el Cuerpo de Cristo y, con Él, resucitar a la vida inmortal (cfr. Rom 6,1-11).
La Iglesia: sacramento del Cuerpo de Cristo
14. Como nos ha recordado el Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 5) citando la Escritura, los Padres y la Liturgia –columnas de la verdadera Tradición– del costado de Cristo dormido en la cruz brotó el admirable sacramento de toda la Iglesia [4]. El paralelismo entre el primer y el nuevo Adán es sorprendente: así como del costado del primer Adán, tras haber dejado caer un letargo sobre él, Dios formó a Eva, así del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la muerte, nace la nueva Eva, la Iglesia. El estupor está en las palabras que, podríamos imaginar, el nuevo Adán hace suyas mirando a la Iglesia: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” ( Gén 2,23). Por haber creído en la Palabra y haber descendido en el agua del bautismo, nos hemos convertido en hueso de sus huesos, en carne de su carne.
15. Sin esta incorporación, no hay posibilidad de experimentar la plenitud del culto a Dios. De hecho, uno sólo es el acto de culto perfecto y agradable al Padre, la obediencia del Hijo cuya medida es su muerte en cruz. La única posibilidad de participar en su ofrenda es ser hijos en el Hijo. Este es el don que hemos recibido. El sujeto que actúa en la Liturgia es siempre y solo Cristo-Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo.
El sentido teológico de la Liturgia
16. Debemos al Concilio –y al movimiento litúrgico que lo ha precedido– el redescubrimiento de la comprensión teológica de la Liturgia y de su importancia en la vida de la Iglesia: los principios generales enunciados por la Sacrosanctum Concilium, así como fueron fundamentales para la reforma, continúan siéndolo para la promoción de la participación plena, consciente, activa y fructuosa en la celebración (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 11.14), “fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” ( Sacrosanctum Concilium, n. 14). Con esta carta quisiera simplemente invitar a toda la Iglesia a redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana. Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y de sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia no se vieran desfiguradas por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea. La oración sacerdotal de Jesús en la última cena para que todos sean uno ( Jn 17,21), juzga todas nuestras divisiones en torno al Pan partido, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad [5].
17. He advertido en varias ocasiones sobre una tentación peligrosa para la vida de la Iglesia que es la “mundanidad espiritual”: he hablado de ella ampliamente en la Exhortación Evangelii gaudium (nn. 93-97), identificando el gnosticismo y el neopelagianismo como los dos modos vinculados entre sí, que la alimentan.
El primero reduce la fe cristiana a un subjetivismo que encierra al individuo “en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos” (Evangelii gaudium, n. 94).
El segundo anula el valor de la gracia para confiar sólo en las propias fuerzas, dando lugar a “un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (Evangelii gaudium, n. 94).
Estas formas distorsionadas del cristianismo pueden tener consecuencias desastrosas para la vida de la Iglesia.
18. Resulta evidente, en todo lo que he querido recordar anteriormente, que la Liturgia es, por su propia naturaleza, el antídoto más eficaz contra estos venenos. Evidentemente, hablo de la Liturgia en su sentido teológico y – ya lo afirmaba Pío XII – no como un ceremonial decorativo… o un mero conjunto de leyes y de preceptos… que ordena el cumplimiento de los ritos [6].
19. Si el gnosticismo nos intoxica con el veneno del subjetivismo, la celebración litúrgica nos libera de la prisión de una autorreferencialidad alimentada por la propia razón o sentimiento: la acción celebrativa no pertenece al individuo sino a Cristo-Iglesia, a la totalidad de los fieles unidos en Cristo. La Liturgia no dice “yo” sino “nosotros”, y cualquier limitación a la amplitud de este “nosotros” es siempre demoníaca. La Liturgia no nos deja solos en la búsqueda de un presunto conocimiento individual del misterio de Dios, sino que nos lleva de la mano, juntos, como asamblea, para conducirnos al misterio que la Palabra y los signos sacramentales nos revelan. Y lo hace, en coherencia con la acción de Dios, siguiendo el camino de la Encarnación, a través del lenguaje simbólico del cuerpo, que se extiende a las cosas, al espacio y al tiempo.
Redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración cristiana
20. Si el neopelagianismo nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con nuestras fuerzas, la celebración litúrgica nos purifica proclamando la gratuidad del don de la salvación recibida en la fe. Participar en el sacrificio eucarístico no es una conquista nuestra, como si pudiéramos presumir de ello ante Dios y ante nuestros hermanos. El inicio de cada celebración me recuerda quién soy, pidiéndome que confiese mi pecado e invitándome a rogar a la bienaventurada siempre Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos los hermanos y hermanas, que intercedan por mí ante el Señor: ciertamente no somos dignos de entrar en su casa, necesitamos una palabra suya para salvarnos (cfr. Mt 8,8). No tenemos otra gloria que la cruz de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Gál 6,14). La Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético: es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva nuestra vida. No se entra en el cenáculo sino por la fuerza de atracción de su deseo de comer la Pascua con nosotros: Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22,15).
21. Sin embargo, tenemos que tener cuidado: para que el antídoto de la Liturgia sea eficaz, se nos pide redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración cristiana. Me refiero, una vez más, a su significado teológico, como ha descrito admirablemente el n. 7 de la Sacrosanctum Concilium: la Liturgia es el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo.
22. El redescubrimiento continuo de la belleza de la Liturgia no es la búsqueda de un esteticismo ritual, que se complace sólo en el cuidado de la formalidad exterior de un rito, o se satisface con una escrupulosa observancia de las rúbricas. Evidentemente, esta afirmación no pretende avalar, de ningún modo, la actitud contraria que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado.
23. Seamos claros: hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (espacio, tiempo, gestos, palabras, objetos, vestiduras, cantos, música, ...) y observar todas las rúbricas: esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le corresponde, es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual que la Iglesia establece. Pero, incluso, si la calidad y la norma de la acción celebrativa estuvieran garantizadas, esto no sería suficiente para que nuestra participación fuera plena.
Asombro ante el misterio pascual, parte esencial de la acción litúrgica
24. Si faltara el asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables al océano de gracia que inunda cada celebración. No bastan los esfuerzos, aunque loables, para una mejor calidad de la celebración, ni una llamada a la interioridad: incluso ésta corre el riesgo de quedar reducida a una subjetividad vacía si no acoge la revelación del misterio cristiano. El encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de querer ser comido por nosotros. ¿Cómo se nos puede escapar lamentablemente la fascinación por la belleza de este don?
25. Cuando digo asombro ante el misterio pascual, no me refiero en absoluto a lo que, me parece, se quiere expresar con la vaga expresión “sentido del misterio”: a veces, entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está la de haberlo –se dice– eliminado de la celebración. El asombro del que hablo no es una especie de desorientación ante una realidad oscura o un rito enigmático, sino que es, por el contrario, admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los “misterios”, es decir, de los sacramentos. Sin embargo, sigue siendo cierto que la plenitud de la revelación tiene, en comparación con nuestra finitud humana, un exceso que nos trasciende y que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos, cuando vuelva el Señor. Si el asombro es verdadero, no hay ningún riesgo de que no se perciba la alteridad de la presencia de Dios, incluso en la cercanía que la Encarnación ha querido. Si la reforma hubiera eliminado ese “sentido del misterio”, más que una acusación sería un mérito. La belleza, como la verdad, siempre genera asombro y, cuando se refiere al misterio de Dios, conduce a la adoración.
26. El asombro es parte esencial de la acción litúrgica porque es la actitud de quien sabe que está ante la peculiaridad de los gestos simbólicos; es la maravilla de quien experimenta la fuerza del símbolo, que no consiste en referirse a un concepto abstracto, sino en contener y expresar, en su concreción, lo que significa.
La necesidad de una seria y vital formación litúrgica
27. Es ésta, pues, la cuestión fundamental: ¿cómo recuperar la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? La reforma del Concilio tiene este objetivo. El reto es muy exigente, porque el hombre moderno – no en todas las culturas del mismo modo – ha perdido la capacidad de confrontarse con la acción simbólica, que es una característica esencial del acto litúrgico.
28. La posmodernidad – en la que el hombre se siente aún más perdido, sin referencias de ningún tipo, desprovisto de valores, porque se han vuelto indiferentes, huérfano de todo, en una fragmentación en la que parece imposible un horizonte de sentido – sigue cargando con la pesada herencia que nos dejó la época anterior, hecha de individualismo y subjetivismo (que recuerdan, una vez más, al pelagianismo y al gnosticismo), así como por un espiritualismo abstracto que contradice la naturaleza misma del hombre, espíritu encarnado y, por tanto, en sí mismo capaz de acción y comprensión simbólica.
29. La Iglesia reunida en el Concilio ha querido confrontarse con la realidad de la modernidad, reafirmando su conciencia de ser sacramento de Cristo, luz de las gentes (Lumen Gentium), poniéndose a la escucha atenta de la palabra de Dios (Dei Verbum) y reconociendo como propios los gozos y las esperanzas (Gaudium et spes) de los hombres de hoy. Las grandes Constituciones conciliares son inseparables, y no es casualidad que esta única gran reflexión del Concilio Ecuménico – la más alta expresión de la sinodalidad de la Iglesia, de cuya riqueza estoy llamado a ser, con todos vosotros, custodio – haya partido de la Liturgia (Sacrosanctum Concilium).
30. Concluyendo la segunda sesión del Concilio (4 de diciembre de 1963) san Pablo VI se expresaba así [7]:
«Por lo demás, no ha quedado sin fruto la ardua e intrincada discusión, puestos que uno de los temas, el primero que fue examinado, y en un cierto sentido el primero también por la excelencia intrínseca y por su importancia para la vida de la Iglesia, el de la sagrada Liturgia, ha sido terminado y es hoy promulgado por Nos solemnemente. Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos rendimos en esto el homenaje conforme a la escala de valores y deberes: Dios en el primer puesto; la oración, nuestra primera obligación; la Liturgia, la primera fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de nuestra vida espiritual, el primer don que podemos hacer al pueblo cristiano, que con nosotros que cree y ora, y la primera invitación al mundo para que desate en oración dichosa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas, por Cristo Señor en el Espíritu Santo».
31. En esta carta no puedo detenerme en la riqueza de cada una de las expresiones, que dejo a vuestra meditación. Si la Liturgia es “la cumbre a la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum Concilium, n. 10), comprendemos bien lo que está en juego en la cuestión litúrgica. Sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual. La problemática es, ante todo, eclesiológica. No veo cómo se puede decir que se reconoce la validez del Concilio –aunque me sorprende un poco que un católico pueda presumir de no hacerlo– y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium, que expresa la realidad de la Liturgia en íntima conexión con la visión de la Iglesia descrita admirablemente por la Lumen Gentium. Por ello –como expliqué en la carta enviada a todos los Obispos– me sentí en el deber de afirmar que “los libros litúrgicos promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, como única expresión de la lex orandi del Rito Romano” (Motu Proprio Traditionis custodes, art. 1).
La no aceptación de la reforma, así como una comprensión superficial de la misma, nos distrae de la tarea de encontrar las respuestas a la pregunta que repito: ¿cómo podemos crecer en la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? ¿Cómo podemos seguir asombrándonos de lo que ocurre ante nuestros ojos en la celebración? Necesitamos una formación litúrgica seria y vital.
32. Volvamos de nuevo al Cenáculo de Jerusalén: en la mañana de Pentecostés nació la Iglesia, célula inicial de la nueva humanidad. Sólo la comunidad de hombres y mujeres reconciliados, porque han sido perdonados; vivos, porque Él está vivo; verdaderos, porque están habitados por el Espíritu de la verdad, puede abrir el angosto espacio del individualismo espiritual.
33. Es la comunidad de Pentecostés la que puede partir el Pan con la certeza de que el Señor está vivo, resucitado de entre los muertos, presente con su palabra, con sus gestos, con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre. Desde aquel momento, la celebración se convierte en el lugar privilegiado, no el único, del encuentro con Él. Sabemos que, sólo gracias a este encuentro, el hombre llega a ser plenamente hombre. Sólo la Iglesia de Pentecostés puede concebir al hombre como persona, abierto a una relación plena con Dios, con la creación y con los hermanos.
34. Aquí se plantea la cuestión decisiva de la formación litúrgica. Dice Guardini: “Así se perfila también la primera tarea práctica: sostenidos por esta transformación interior de nuestro tiempo, debemos aprender nuevamente a situarnos ante la relación religiosa como hombres en sentido pleno [8]. Esto es lo que hace posible la Liturgia, en esto es en lo que nos debemos formar. El propio Guardini no duda en afirmar que, sin formación litúrgica, “las reformas en el rito y en el texto no sirven de mucho” [9]. No pretendo ahora tratar exhaustivamente el riquísimo tema de la formación litúrgica: sólo quiero ofrecer algunos puntos de reflexión. Creo que podemos distinguir dos aspectos: la formación para la Liturgia y la formación desde la Liturgia. El primero está en función del segundo, que es esencial.
35. Es necesario encontrar cauces para una formación como estudio de la Liturgia: a partir del movimiento litúrgico, se ha hecho mucho en este sentido, con valiosas aportaciones de muchos estudiosos e instituciones académicas. Sin embargo, es necesario difundir este conocimiento fuera del ámbito académico, de forma accesible, para que todo creyente crezca en el conocimiento del sentido teológico de la Liturgia –ésta es la cuestión decisiva y fundante de todo conocimiento y de toda práctica litúrgica–, así como en el desarrollo de la celebración cristiana, adquiriendo la capacidad de comprender los textos eucológicos, los dinamismos rituales y su valor antropológico.
36. Pienso en la normalidad de nuestras asambleas que se reúnen para celebrar la Eucaristía el día del Señor, domingo tras domingo, Pascua tras Pascua, en momentos concretos de la vida de las personas y de las comunidades, en diferentes edades de la vida: los ministros ordenados realizan una acción pastoral de primera importancia cuando llevan de la mano a los fieles bautizados para conducirlos a la repetida experiencia de la Pascua. Recordemos siempre que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sujeto celebrante, no sólo el sacerdote. El conocimiento que proviene del estudio es sólo el primer paso para poder entrar en el misterio celebrado. Es evidente que, para poder guiar a los hermanos y a las hermanas, los ministros que presiden la asamblea deben conocer el camino, tanto por haberlo estudiado en el mapa de la ciencia teológica, como por haberlo frecuentado en la práctica de una experiencia de fe viva, alimentada por la oración, ciertamente no sólo como un compromiso que cumplir. En el día de la ordenación, todo presbítero siente decir a su obispo: «Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor» [10].
37. La configuración del estudio de la Liturgia en los seminarios debe tener en cuenta también la extraordinaria capacidad que la celebración tiene en sí misma para ofrecer una visión orgánica del conocimiento teológico. Cada disciplina de la teología, desde su propia perspectiva, debe mostrar su íntima conexión con la Liturgia, en virtud de la cual se revela y realiza la unidad de la formación sacerdotal (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 16). Una configuración litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los seminarios tendría ciertamente efectos positivos, también en la acción pastoral. No hay ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la elaboración de complicados programas, es la consecuencia de situar la celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad. La comprensión teológica de la Liturgia no permite, de ninguna manera, entender estas palabras como si todo se redujera al aspecto cultual. Una celebración que no evangeliza, no es auténtica, como no lo es un anuncio que no lleva al encuentro con el Resucitado en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que resuena o un címbalo que aturde (cfr. 1Cor 13,1).
38. Para los ministros y para todos los bautizados, la formación litúrgica, en su primera acepción, no es algo que se pueda conquistar de una vez para siempre: puesto que el don del misterio celebrado supera nuestra capacidad de conocimiento, este compromiso deberá ciertamente acompañar la formación permanente de cada uno, con la humildad de los pequeños, actitud que abre al asombro.
39. Una última observación sobre los seminarios: además del estudio, deben ofrecer también la oportunidad de experimentar una celebración, no sólo ejemplar desde el punto de vista ritual, sino auténtica, vital, que permita vivir esa verdadera comunión con Dios, a la cual debe tender también el conocimiento teológico. Sólo la acción del Espíritu puede perfeccionar nuestro conocimiento del misterio de Dios, que no es cuestión de comprensión mental, sino de una relación que toca la vida. Esta experiencia es fundamental para que, una vez sean ministros ordenados, puedan acompañar a las comunidades en el mismo camino de conocimiento del misterio de Dios, que es misterio de amor.
40. Esta última consideración nos lleva a reflexionar sobre el segundo significado con el que podemos entender la expresión “formación litúrgica”. Me refiero al ser formados, cada uno según su vocación, por la participación en la celebración litúrgica. Incluso el conocimiento del estudio que acabo de mencionar, para que no se convierta en racionalismo, debe estar en función de la puesta en práctica de la acción formativa de la Liturgia en cada creyente en Cristo.
41. De cuanto hemos dicho sobre la naturaleza de la Liturgia, resulta evidente que el conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no consiste en una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación existencial con su persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con el “conocimiento”, y su finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque tiene un gran valor pedagógico: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver con la realidad de nuestro ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta que Cristo se forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la conformación con Cristo. Repito: no se trata de un proceso mental y abstracto, sino de llegar a ser Él. Esta es la finalidad para la cual se ha dado el Espíritu, cuya acción es siempre y únicamente confeccionar el Cuerpo de Cristo. Es así con el pan eucarístico, es así para todo bautizado llamado a ser, cada vez más, lo que recibió como don en el bautismo, es decir, ser miembro del Cuerpo de Cristo. León Magno escribe: «Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a convertirnos en lo que comemos» [11].
42. Esta implicación existencial tiene lugar –en continuidad y coherencia con el método de la Encarnación– por vía sacramental. La Liturgia está hecha de cosas que son exactamente lo contrario de abstracciones espirituales: pan, vino, aceite, agua, perfume, fuego, ceniza, piedra, tela, colores, cuerpo, palabras, sonidos, silencios, gestos, espacio, movimiento, acción, orden, tiempo, luz. Toda la creación es manifestación del amor de Dios: desde que ese mismo amor se ha manifestado en plenitud en la cruz de Jesús, toda la creación es atraída por Él. Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado, ascendido al Padre. Así como canta la plegaria sobre el agua para la fuente bautismal, al igual que la del aceite para el sagrado crisma y las palabras de la presentación del pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.
43. La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios. Ireneo, doctor unitatis, nos lo recuerda: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios: si ya la revelación de Dios a través de la creación da vida a todos los seres que viven en la tierra, ¡cuánto más la manifestación del Padre a través del Verbo es causa de vida para los que ven a Dios!» [12].
44. Guardini escribe: «Con esto se delinea la primera tarea del trabajo de la formación litúrgica: el hombre ha de volver a ser capaz de símbolos» [13]. Esta tarea concierne a todos, ministros ordenados y fieles. La tarea no es fácil, porque el hombre moderno es analfabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de su existencia. Esto también ocurre con el símbolo de nuestro cuerpo. Es un símbolo porque es la unión íntima del alma y el cuerpo, visibilidad del alma espiritual en el orden de lo corpóreo, y en ello consiste la unicidad humana, la especificidad de la persona irreductible a cualquier otra forma de ser vivo. Nuestra apertura a lo trascendente, a Dios, es constitutiva: no reconocerla nos lleva inevitablemente a un no conocimiento, no sólo de Dios, sino también de nosotros mismos. No hay más que ver la forma paradójica en que se trata al cuerpo, o bien tratado casi obsesivamente en pos del mito de la eterna juventud, o bien reducido a una materialidad a la cual se le niega toda dignidad. El hecho es que no se puede dar valor al cuerpo sólo desde el cuerpo. Todo símbolo es a la vez poderoso y frágil: si no se respeta, si no se trata como lo que es, se rompe, pierde su fuerza, se vuelve insignificante.
Ya no tenemos la mirada de San Francisco, que miraba al sol –al que llamaba hermano porque así lo sentía–, lo veía bellu e radiante cum grande splendore y, lleno de asombro, cantaba: de te Altissimu, porta significatione [14]. Haber perdido la capacidad de comprender el valor simbólico del cuerpo y de toda criatura hace que el lenguaje simbólico de la Liturgia sea casi inaccesible para el hombre moderno. No se trata, sin embargo, de renunciar a ese lenguaje: no se puede renunciar a él porque es el que la Santísima Trinidad ha elegido para llegar a nosotros en la carne del Verbo. Se trata más bien de recuperar la capacidad de plantear y comprender los símbolos de la Liturgia. No hay que desesperar, porque en el hombre esta dimensión, como acabo de decir, es constitutiva y, a pesar de los males del materialismo y del espiritualismo –ambos negación de la unidad cuerpo y alma–, está siempre dispuesta a reaparecer, como toda verdad.
45. Entonces, la pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a ser capaces de símbolos? ¿Cómo volver a saber leerlos para vivirlos? Sabemos muy bien que la celebración de los sacramentos es – por la gracia de Dios – eficaz en sí misma (ex opere operato), pero esto no garantiza una plena implicación de las personas sin un modo adecuado de situarse frente al lenguaje de la celebración. La lectura simbólica no es una cuestión de conocimiento mental, de adquisición de conceptos, sino una experiencia vital.
46. Ante todo, debemos recuperar la confianza en la creación. Con esto quiero decir que las cosas –con las cuales “se hacen” los sacramentos– vienen de Dios, están orientadas a Él y han sido asumidas por Él, especialmente con la encarnación, para que pudieran convertirse en instrumentos de salvación, vehículos del Espíritu, canales de gracia. Aquí se advierte la distancia, tanto de la visión materialista, como espiritualista. Si las cosas creadas son parte irrenunciable de la acción sacramental que lleva a cabo nuestra salvación, debemos situarnos ante ellas con una mirada nueva, no superficial, respetuosa, agradecida. Desde el principio, contienen la semilla de la gracia santificante de los sacramentos.
47. Otra cuestión decisiva –reflexionando de nuevo sobre cómo nos forma la Liturgia– es la educación necesaria para adquirir la actitud interior, que nos permita situar y comprender los símbolos litúrgicos. Lo expreso de forma sencilla. Pienso en los padres y, más aún, en los abuelos, pero también en nuestros párrocos y catequistas. Muchos de nosotros aprendimos de ellos el poder de los gestos litúrgicos, como la señal de la cruz, el arrodillarse o las fórmulas de nuestra fe. Quizás puede que no tengamos un vivo recuerdo de ello, pero podemos imaginar fácilmente el gesto de una mano más grande que toma la pequeña mano de un niño y acompañándola lentamente mientras traza, por primera vez, la señal de nuestra salvación. El movimiento va acompañado de las palabras, también lentas, como para apropiarse de cada instante de ese gesto, de todo el cuerpo: «En el nombre del Padre... y del Hijo... y del Espíritu Santo... Amén». Para después soltar la mano del niño y, dispuesto a acudir en su ayuda, ver cómo repite él solo ese gesto ya entregado, como si fuera un hábito que crecerá con él, vistiéndolo de la manera que sólo el Espíritu conoce. A partir de ese momento, ese gesto, su fuerza simbólica, nos pertenece o, mejor dicho, pertenecemos a ese gesto, nos da forma, somos formados por él. No es necesario hablar demasiado, no es necesario haber entendido todo sobre ese gesto: es necesario ser pequeño, tanto al entregarlo, como al recibirlo. El resto es obra del Espíritu. Así hemos sido iniciados en el lenguaje simbólico. No podemos permitir que nos roben esta riqueza. A medida que crecemos, podemos tener más medios para comprender, pero siempre con la condición de seguir siendo pequeños.
Ars celebrandi
48. Un modo para custodiar y para crecer en la comprensión vital de los símbolos de la Liturgia es, ciertamente, cuidar el arte de celebrar. Esta expresión también es objeto de diferentes interpretaciones. Se entiende más claramente teniendo en cuenta el sentido teológico de la Liturgia descrito en el número 7 de Sacrosanctum Concilium, al cual nos hemos referido varias veces. El ars celebrandi no puede reducirse a la mera observancia de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede pensarse en una fantasiosa – a veces salvaje – creatividad sin reglas. El rito es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar.
49. Como cualquier arte, requiere diferentes conocimientos.
En primer lugar, la comprensión del dinamismo que describe la Liturgia. El momento de la acción celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan experimentarlo en su vida: sin esta comprensión, se cae fácilmente en el “exteriorismo” (más o menos refinado) y en el rubricismo (más o menos rígido).
Es necesario, pues, conocer cómo actúa el Espíritu Santo en cada celebración: el arte de celebrar debe estar en sintonía con la acción del Espíritu. Sólo así se librará de los subjetivismos, que son el resultado de la prevalencia de las sensibilidades individuales, y de los culturalismos, que son incorporaciones sin criterio de elementos culturales, que nada tienen que ver con un correcto proceso de inculturación.
Por último, es necesario conocer la dinámica del lenguaje simbólico, su peculiaridad, su eficacia.
50. De estas breves observaciones se desprende que el arte de celebrar no se puede improvisar. Como cualquier arte, requiere una aplicación asidua. Un artesano sólo necesita la técnica; un artista, además de los conocimientos técnicos, no puede carecer de inspiración, que es una forma positiva de posesión: el verdadero artista no posee un arte, ni es poseído por él. Uno no aprende el arte de celebrar porque asista a un curso de oratoria o de técnicas de comunicación persuasiva (no juzgo las intenciones, veo los efectos). Toda herramienta puede ser útil, pero siempre debe estar sujeta a la naturaleza de la Liturgia y a la acción del Espíritu. Es necesaria una dedicación diligente a la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte. Guardini escribe: «Debemos darnos cuenta de lo profundamente arraigados que estamos todavía en el individualismo y el subjetivismo, de lo poco acostumbrados que estamos a la llamada de las cosas grandes y de lo pequeña que es la medida de nuestra vida religiosa. Hay que despertar el sentido de la grandeza de la oración, la voluntad de implicar también nuestra existencia en ella. Pero el camino hacia estas metas es la disciplina, la renuncia a un sentimentalismo blando; un trabajo serio, realizado en obediencia a la Iglesia, en relación con nuestro ser y nuestro comportamiento religioso» [15]. Así es como se aprende el arte de la celebración.
51. Al hablar de este tema, podemos pensar que sólo concierne a los ministros ordenados que ejercen el servicio de la presidencia. En realidad, es una actitud a la que están llamados a vivir todos los bautizados. Pienso en todos los gestos y palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a los individuos la fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el contrario, educa a cada fiel a descubrir la auténtica singularidad de su personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo conscientes de ser un solo cuerpo. No se trata de tener que seguir un protocolo litúrgico: se trata más bien de una “disciplina” –en el sentido utilizado por Guardini– que, si se observa con autenticidad, nos forma: son gestos y palabras que ponen orden en nuestro mundo interior, haciéndonos experimentar sentimientos, actitudes, comportamientos. No son el enunciado de un ideal en el que inspirarnos, sino una acción que implica al cuerpo en su totalidad, es decir, ser unidad de alma y cuerpo.
52. Entre los gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un lugar de absoluta importancia. Varias veces se prescribe expresamente en las rúbricas: toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio que precede a su inicio y marca cada momento de su desarrollo ritual. En efecto, está presente en el acto penitencial; después de la invitación a la oración; en la Liturgia de la Palabra (antes de las lecturas, entre las lecturas y después de la homilía); en la plegaria eucarística; después de la comunión [16]. No es un refugio para esconderse en un aislamiento intimista, padeciendo la ritualidad como si fuera una distracción: tal silencio estaría en contradicción con la esencia misma de la celebración. El silencio litúrgico es mucho más: es el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima toda la acción celebrativa, por lo que, a menudo, constituye la culminación de una secuencia ritual. Precisamente porque es un símbolo del Espíritu, tiene el poder de expresar su acción multiforme. Así, retomando los momentos que he recordado anteriormente, el silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a cada uno, en la intimidad de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para conformarnos con el Pan partido. Por eso, estamos llamados a realizar con extremo cuidado el gesto simbólico del silencio: en él nos da forma el Espíritu.
53. Cada gesto y cada palabra contienen una acción precisa que es siempre nueva, porque encuentra un momento siempre nuevo en nuestra vida. Permitidme explicarlo con un sencillo ejemplo. Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención; para agradecerle un don recibido: es siempre el mismo gesto, que expresa esencialmente nuestra pequeñez ante Dios. Sin embargo, realizado en diferentes momentos de nuestra vida, modela nuestra profunda interioridad y posteriormente se manifiesta externamente en nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. Arrodillarse debe hacerse también con arte, es decir, con plena conciencia de su significado simbólico y de la necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en presencia del Señor. Si todo esto es cierto para este simple gesto, ¿cuánto más para la celebración de la Palabra? ¿Qué arte estamos llamados a aprender al proclamar la Palabra, al escucharla, al hacerla inspiración de nuestra oración, al hacer que se haga vida? Todo ello merece el máximo cuidado, no formal, exterior, sino vital, interior, porque cada gesto y cada palabra de la celebración expresada con “arte” forma la personalidad cristiana del individuo y de la comunidad.
54. Si bien es cierto que el ars celebrandi concierne a toda la asamblea que celebra, no es menos cierto que los ministros ordenados deben cuidarlo especialmente. Visitando comunidades cristianas he comprobado, a menudo, que su forma de vivir la celebración está condicionada –para bien, y desgraciadamente también para mal– por la forma en que su párroco preside la asamblea. Podríamos decir que existen diferentes “modelos” de presidencia. He aquí una posible lista de actitudes que, aunque opuestas, caracterizan a la presidencia de forma ciertamente inadecuada: rigidez austera o creatividad exagerada; misticismo espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática. A pesar de la amplitud de este abanico, creo que la inadecuación de estos modelos tiene una raíz común: un exagerado personalismo en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una mal disimulada manía de protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando nuestras celebraciones se difunden en red, cosa que no siempre es oportuno y sobre la que deberíamos reflexionar. Eso sí, no son estas las actitudes más extendidas, pero las asambleas son objeto de ese “maltrato” frecuentemente.
55. Se podría decir mucho sobre la importancia y el cuidado de la presidencia. En varias ocasiones me he detenido en la exigente tarea de la homilía [17]. Me limitaré ahora a algunas consideraciones más amplias, queriendo, de nuevo, reflexionar con vosotros sobre cómo somos formados por la Liturgia. Pienso en la normalidad de las Misas dominicales en nuestras comunidades: me refiero, pues, a los presbíteros, pero implícitamente a todos los ministros ordenados.
56. El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la presidencia. Como todos los oficios que está llamado a desempeñar, éste no es, primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea. El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra.
57. Para que este servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la última cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros. Por tanto, el Resucitado es el protagonista, y no nuestra inmadurez, que busca asumir un papel, una actitud y un modo de presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero se ve sobrecogido por este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como si estuviera colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad, ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado comportamiento. Si lo necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística, que selecciona las palabras, los gestos, los sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a la tarea que han de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es un arte, requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego del amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49).
58. Cuando la primera comunidad parte el pan en obediencia al mandato del Señor, lo hace bajo la mirada de María, que acompaña los primeros pasos de la Iglesia: “perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús” (Hch 1,14). La Virgen Madre “supervisa” los gestos de su Hijo encomendados a los Apóstoles. Como ha conservado en su seno al Verbo hecho carne, después de acoger las palabras del ángel Gabriel, la Virgen conserva también ahora en el seno de la Iglesia aquellos gestos que conforman el cuerpo de su Hijo. El presbítero, que en virtud del don recibido por el sacramento del Orden repite esos gestos, es custodiado en las entrañas de la Virgen. ¿Necesitamos una norma que nos diga cómo comportarnos?
59. Convertidos en instrumentos para que arda en la tierra el fuego de su amor, custodiados en las entrañas de María, Virgen hecha Iglesia (como cantaba san Francisco), los presbíteros se dejan modelar por el Espíritu que quiere llevar a término la obra que comenzó en su ordenación. La acción del Espíritu les ofrece la posibilidad de ejercer la presidencia de la asamblea eucarística con el temor de Pedro, consciente de su condición de pecador (cfr. Lc 5,1-11), con la humildad fuerte del siervo sufriente (cfr. Is 42 ss), con el deseo de “ser comido” por el pueblo que se les confía en el ejercicio diario de su ministerio.
60. La propia celebración educa a esta cualidad de la presidencia; repetimos, no es una adhesión mental, aunque toda nuestra mente, así como nuestra sensibilidad, estén implicadas en ella. El presbítero está, por tanto, formado para presidir mediante las palabras y los gestos que la Liturgia pone en sus labios y en sus manos.
No se sienta en un trono [18], porque el Señor reina con la humildad de quien sirve.
No roba la centralidad del altar, signo de Cristo, de cuyo lado, traspasado en la cruz, brotó sangre y agua, inicio de los sacramentos de la Iglesia y centro de nuestra alabanza y acción de gracias [19].
Al acercarse al altar para la ofrenda, se enseña al presbítero la humildad y el arrepentimiento con las palabras: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» [20].
No puede presumir de sí mismo por el ministerio que se le ha confiado, porque la Liturgia le invita a pedir ser purificado, con el signo del agua: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» [21].
Las palabras que la Liturgia pone en sus labios tienen distintos significados, que requieren tonalidades específicas: por la importancia de estas palabras, se pide al presbítero un verdadero ars dicendi. Éstas dan forma a sus sentimientos interiores, ya sea en la súplica al Padre en nombre de la asamblea, como en la exhortación dirigida a la asamblea, así como en las aclamaciones junto con toda la asamblea.
Con la plegaria eucarística –en la que participan también todos los bautizados escuchando con reverencia y silencio e interviniendo con aclamaciones [22]– el que preside tiene la fuerza, en nombre de todo el pueblo santo, de recordar al Padre la ofrenda de su Hijo en la última cena, para que ese inmenso don se haga de nuevo presente en el altar. Participa en esa ofrenda con la ofrenda de sí mismo. El presbítero no puede hablar al Padre de la última cena sin participar en ella. No puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado. Esto es lo que ocurre en el ejercicio de su ministerio.
El presbítero es formado continuamente en la acción celebrativa por todo esto y mucho más.
* * *
61. He querido ofrecer simplemente algunas reflexiones que ciertamente no agotan el inmenso tesoro de la celebración de los santos misterios. Pido a todos los obispos, presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de las facultades teológicas y de las escuelas de teología, y a todos los catequistas, que ayuden al pueblo santo de Dios a beber de la que siempre ha sido la fuente principal de la espiritualidad cristiana. Estamos continuamente llamados a redescubrir la riqueza de los principios generales expuestos en los primeros números de la Sacrosanctum Concilium, comprendiendo el íntimo vínculo entre la primera Constitución conciliar y todas las demás. Por eso, no podemos volver a esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro, sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma. Los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos reformados ex decreto Sacrosancti Œcumenici Concilii Vaticani II, garantizaron la fidelidad de la reforma al Concilio. Por eso, escribí Traditionis custodes, para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e idéntica oración capaz de expresar su unidad [23]. Esta unidad que, como ya he escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano.
62. Quisiera que esta carta nos ayudara a reavivar el asombro por la belleza de la verdad de la celebración cristiana, a recordar la necesidad de una auténtica formación litúrgica y a reconocer la importancia de un arte de la celebración, que esté al servicio de la verdad del misterio pascual y de la participación de todos los bautizados, cada uno con la especificidad de su vocación.
Toda esta riqueza no está lejos de nosotros: está en nuestras iglesias, en nuestras fiestas cristianas, en la centralidad del domingo, en la fuerza de los sacramentos que celebramos. La vida cristiana es un continuo camino de crecimiento: estamos llamados a dejarnos formar con alegría y en comunión.
63. Por eso, me gustaría dejaros una indicación más para proseguir en nuestro camino. Os invito a redescubrir el sentido del año litúrgico y del día del Señor: también esto es una consigna del Concilio (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 102-111).
64. A la luz de lo que hemos recordado anteriormente, entendemos que el año litúrgico es la posibilidad de crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta. Se trata de una verdadera formación continua. Nuestra vida no es una sucesión casual y caótica de acontecimientos, sino un camino que, de Pascua en Pascua, nos conforma a Él mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo [24].
65. En el correr del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en el domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo protege con un precepto). La celebración dominical ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de formarse por medio de la Eucaristía. De domingo a domingo, la Palabra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cfr. Is 55,10-11). De domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la comunión fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a domingo, la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se manifiesta la autenticidad de nuestra celebración.
Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia. Se nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue teniendo de poder comerla con nosotros. Bajo la mirada de María, Madre de la Iglesia.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, a 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles, del año 2022, décimo de mi pontificado.
FRANCISCO
¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo
y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo,
se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote!
¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa!
¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad:
que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios,
se humilla hasta el punto de esconderse,
para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!
Mirad, hermanos, la humildad de Dios
y derramad ante Él vuestros corazones;
humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él.
En conclusión:
nada de vosotros retengáis para vosotros mismos
a fin de enteros os reciba el que todo entero se os entrega.
San Francisco de Asís, Carta a toda la Orden II, 26-29
[1] Cfr. Leo Magnus, Sermo LXXIV: De ascensione Domini II, 1: «quod […] Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit».
[2] Præfatio paschalis III, Missale Romanum (2008) p.367: «Qui immolátus iam non móritur, sed semper vivit occísus».
[3] Cfr. Missale Romanum (2008) p. 532.
[4] Cfr. Augustinus, Enarrationes in psalmos. Ps. 138,2; Oratio post septimam lectionem, Vigilia Paschalis, Missale Romanum (2008) p. 359; Super oblata, Pro Ecclesia (B), Missale Romanum (2008) p. 1076.
[5] Cfr. Augustinus, In Ioannis Evangelium tractatus XXVI,13.
[6] Litteræ encyclicæ Mediator Dei (20 Novembris 1947) en AAS 39 (1947) 532.
[7] AAS 56 (1964) 34.
[8] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 43.
[9] R. Guardini, Der Kultakt und die gegenwärtige Aufgabe der Liturgischen Bildung (1964) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 14.
[10] De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum (1990) p. 95: «Agnosce quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicæ crucis conforma».
[11] Leo Magnus, Sermo XII: De Passione III, 7.
[12] Irenæus Lugdunensis, Adversus hæreses IV, 20, 7.
[13] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 36.
[14] Cantico delle Creature, Fonti Francescane, n. 263.
[15] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 99.
[16] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 45; 51; 54-56; 66; 71; 78; 84; 88; 271.
[17] Ver Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 Noviembre 2013), nn. 135-144.
[18] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, n. 310.
[19] Prex dedicationis en Ordo dedicationis ecclesiæ et altaris (1977) p. 102.
[20] Missale Romanum (2008) p. 515: «In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine; et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi, Domine Deus».
[21] Missale Romanum (2008) p. 515: «Lava me, Domine, ab iniquitate mea, et a peccato meo munda me».
[22] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 78-79.
[23] Cfr. Paulus VI, Constitutio apostolica Missale Romanum (3 Aprilis 1969) en AAS 61 (1969) 222.
[24] Missale Romanum (2008) p. 598: «… exspectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Iesu Christi»."
[45] (Laurentin R. , 1966, pág. 364) (Laurentin R. , 1962-1965).
[46] (Francisco, 2013). El Papa dedicó en este documento “programático” de su pontificado, en el primer capítulo, “La transformación misionera de la Iglesia”, la primera sección, a ese asunto-directriz: “Una Iglesia en salida”, en la que la liturgia posee un lugar esencial. Así escribió en el n. 24: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.”
[47] “1055 § 1. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. § 2. Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento.”
[48] (Manzanares, 67 1978); (Navarrete, 67 1978 ). Véase la NdE al c. 836, supra.
Notas finales
[i] (Navarrete, Libro IV. La función de santificar de la Iglesia (cc. 834-1253), 1987, pág. 174): “El sujeto activo de la función de santificar. El c. 835 dice que la función de santificar la ejercen los Obispos, que tienen la plenitud del sacerdocio (§ 1), los presbíteros, que participan del sacerdocio (§ 2), los diáconos, cuando actúan según derecho (§ 3), y también los demás fieles cristianos (§ 4). Nos fijamos sobre todo en este § 4. Una pequeña observación. La función de santificar de la Iglesia, en el Libro IV, no coincide con el ejercicio de la potestad de orden como a primera vista pudiera parecer, como si se refiriese a las funciones que pueden realizar solamente los constituidos en la jerarquía: diáconos, sacerdotes, Obispos. Hay sacramentos, como el del matrimonio y el bautismo, que se realizan sin potestad de orden; la potestad que se ejercita al bautizar noes potestad de orden. Por este parágrafo vemos cómo, según la mente del legislador, en la función de santificar de la Iglesia se comprende también la actividad de los laicos, más directamente encaminada a la santificación, la vida de familia, la vida conyugal”.
[ii] (Navarrete, Libro IV. La función de santificar de la Iglesia (cc. 834-1253), 1987, págs. 175-176): “Los actos litúrgicos, factor de unidad en la diversidad de funciones. El c. 837 tiene también mucha importancia. Hay en él una afirmación fundamental y es que los actos litúrgicos no son actos privados. De este hecho saca las consecuencias. El § 2 tiene carácter práctico. Contiene una cláusula mitigativa – donde pueda hacerse así –, por consiguiente la voluntad del legislador es que toda acción litúrgica en lo posible, donde pueda hacerse, sea con participación comunitaria, es decir con algunos fieles que participen; pero esta voluntad del legislador no impone la participación de los fieles como elemento absolutamente indispensable para que haya acción litúrgica y para que esa acción litúrgica sea de toda la Iglesia. Esto sucede cuando, por ejemplo, el sacerdote celebra la misa solo”.
[iii] (Navarrete, Libro IV. La función de santificar de la Iglesia (cc. 834-1253), 1987, págs. 174-175): “Necesidad de la fe. En el c. 836 se insiste en la necesidad de la fe, en la obligación de excitarla para realizar la función de santificar. Los ministros deben procurar que los fieles participen en toda la actividad litúrgica de la Iglesia, sobre todo cuando son sujeto de la acción de los sacramentos; participen de una manera vital espiritualmente; de ahí la necesidad de la evangelización, de la catequesis, de la preparación por medio del ministerio de la palabra. Con esto se evita la acusación frecuente en la teología de hoy de que la Iglesia administra los sacramentos de un modo mágico, como si los sacramentos tuviesen una fuerza santificadora mágica, prescindiendo de las disposiciones subjetivas. En este punto el equilibrio entre la tendencia objetivista y la subjetivista respecto a los sacramentos debe mantenerse. Es evidente, por una parte, que los signos sacramentales, los siete sacramentos, precisamente por ser signos elegidos por Cristo como signos eficaces de gracia, tienen una fuerza santificadora, la cual no depende toda de la disposición subjeiva de la persona, de lo contrario no serían sacramentos; se confundiría un rito sacramental con un rito cualquiera, si la gracia santificadora dependiese sólo de la disposición subjetiva de la persona. Por otra parte, hay que evitar el excesivo objetivismo de los sacramentos, que se da cuando uno disminuye más de lo debido la importancia de las disposiciones subjetivas. La eficacia objetiva que tienen los sacramentos será mucho mayor si los fieles tienen la disposición requerida, obtenida con una catequesis adecuada sobre cada uno de los sacramentos que reciben y cada uno de los actos litúrgicos en que participan”.
[iv] NdE. La pastoral litúrgica tiene un propósito final: que los fieles cristianos que participan en las acciones litúrgicas lo hagan buscando una unión personal y muy íntima con Cristo, de modo que se ofrezcan con Él al Padre (cf. Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, en el XXV aniversario de la Constitución sobre la sagrada liturgia, n. 10, véase en: https://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_letters/1988/documents/hf_jp-ii_apl_19881204_vicesimus-quintus-annus.html). De no ser así, la acción se convierte sólo en activismo, en esteticismo, en protagonismo. El Concilio insistió en ello cuando pidió que esa participación fuera “consciente”, “piadosa”. La expresión exterior – sencilla, sin boato pero sin trivializar, aún en medio de la solemnidad – debe corresponder con esas disposiciones interiores.
La liturgia es ante todo una acción santa y sagrada, nos evoca la experiencia de Moisés ante el misterio de Dios que se revelaba en la zarza ardiente (cf. Ex 3,1-8). Por eso, en correspondencia, en la Plegaria Eucarística II se dice: “Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el Pan de Vida y el Cáliz de Salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”.
En diversas ocasiones se menciona en las celebraciones litúrgicas esta “dignidad” tan característica del culto cristiano, y que corresponde con otra importante disposición, “el corazón puro” (cf. Ap 21,27). Así también, la actitud del hijo, ante el Padre Dios, se expresa mediante la confianza y el amor en las celebraciones, así como la disposición para su servicio, mediante la humildad del que reconoce: “no soy digno de que entres en mi casa” (cf. Mt 8, 5-17). La oración fervorosa, de fe y caridad, en fin, es el espíritu que engloba todas estas – y otras – disposiciones que se requieren por parte nuestra a fin de que nuestra participación litúrgica sea lo que quiere la Iglesia.
[v] En resumen, “sensus fidei” quiere decir que Dios, aún desde antes del bautismo y orientando hacia él y más allá de él, otorga a las personas la gracia de la fe que las orienta, las pone en camino, les da seguridad en relación con la verdad de Dios, de modo que la vayan comprendiendo y confesando al mismo tiempo que se van haciendo más conformes con ella en su propia vida. Así dotados, la fe les permite discernir o juzgar desde la perspectiva divina y teologal acerca de sí mismas, de los demás y de los acontecimientos del mundo, para descartar aquello que no es conforme al querer de Dios.
La Comisión Teológica Internacional – período 2009-2014 – trabajó el tema del sensus fidei, y al término de sus labores hizo público su documento conclusivo: “«Sensus fidei» en la vida de la Iglesia”, fechado el 10 de junio de 2014. El índice del documento es el siguiente:
“Introducción [1-6]. Capítulo 1. El sensus fidei en la Escritura y en la Tradición [7-47]: 1. Enseñanza bíblica [8-21]: a) La fe como respuesta a la Palabra de Dios [8-10]; b) Las dimensiones personal y eclesial de la fe [11-12]; c) La capacidad de los creyentes de conocer y de dar testimonio de la verdad [13-21]; 2. El desarrollo de la idea y su lugar en la historia de la Iglesia [22-47]: a) Período patrístico [23-26]; b) Período medieval [27-28]; c) Reforma y período posterior a la Reforma [29-33]; d) Siglo XIX [34-40]; e) Siglo XX [41-47]; Capítulo 2. El sensus fidei en la vida personal del creyente [48-65]: 1. El sensus fidei como un instinto de la fe [49-59]; 2. Manifestaciones del sensus fidei en la vida personal de los creyentes [60-65]; Capítulo 3. El sensus fidei fidelium en la vida de la Iglesia [66-86]: 1. El sensus fidei y el desarrollo de la doctrina y práctica cristianas [67-73]: a) Aspectos retrospectivos y prospectivos del sensus fidei [68-71]; b) La contribución de los laicos al sensus fidelium [72-73]; 2. El sensus fidei y el magisterio [74-80]: a) El magisterio escucha el sensus fidelium [74-75]; b) El magisterio nutre, discierne y juzga el sensus fidelium [76-77]; c) Recepción [78-80]; 3. El sensus fidei y la teología [81-84]: a) Los teólogos dependen del sensus fidelium [82]; b) Los teólogos reflexionan sobre el sensus fidelium [83-84]; 4. Aspectos ecuménicos del sensus fidei [85-86]; Capítulo 4. Cómo discernir manifestaciones auténticas del sensus fidei [87-126]: 1. Disposiciones necesarias para la auténtica participación en el sensus fidei [88-105]: a) Participación en la vida de la Iglesia [88-91]; b) Escuchar la Palabra de Dios [92-94]; c) La apertura a la razón [95-96]; d) Adhesión al magisterio [97-98]; e) La santidad. La humildad, la libertad y la alegría [99-103]; f) Buscando la edificación de la Iglesia [104-105]; 2. Aplicaciones [106-126]: a) El sensus fidei y la religiosidad popular [107-112]; b) El sensus fidei y la opinión pública [113-119]; c) Formas de consultar a los fieles [120-126]; Conclusión [127-128]”
Tomado de:
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_sp.html
Se hicieron públicas las siguientes intervenciones de los coautores con ocasión de la publicación del documento:
“Para leer el documento de la Comisión Teológica Internacional «El Sensus fidei en la vida de la Iglesia» (2014):
- · « Le sensus fidei dans la vie de l’Église » - P. Serge-Thomas Bonino, o.p. (Cerf, París, 2014)[Francés]
- · Il fiuto delle pecore - P. Serge-Thomas Bonino, o.p.
- [Francés, Italiano, Portugués]
- · Sensus fidei, capítulos 1 y 2 - Sor Sara Butler
- [Inglés, Italiano]
- · El sensus fidei: un recurso vital para la Iglesia - Mons. Paul McPartlan
- [Inglés, Italiano]”
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